Las piezas heridas descansan en la mesa del olvido. Sus ojos perdidos se esconden detrás de sus espaldas de cartón. El viento las despierta. Se desperezan. Bostezan y mimetizan su timidez con el desconsuelo de cemento. Piensan que son únicas e indivisibles. Sin embargo sufren el hueco infinito de su ser. No se conocen entre sí. Exhalan añoranzas de abrazos incompletos y caricias que aún no nacieron. Se presienten, se desean pero el temor las alcanza y las separa. Son curiosas. Se observan y se investigan. Giran una y otra vez. Se desorientan.
Dos piezas parecen encajar e intentan fundirse. Los bordes se enfrentan. Se acercan y se repelen. Un roce punzante comienza a enhebrar rectas y curvas. El encantamiento se produce. Se nombran, se encuentran. Se encadenan, se atrapan. Así el rompecabezas muestra su efímero rostro, hasta que el tiempo desordene otra vez los cuerpos y el juego vuelva a empezar.
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