sábado, 17 de diciembre de 2011

Reencuentro


Cuando tu cuerpo fluye a doce metros de altura, renacés.  Allá arriba no hay nada mas que vértigo y adrenalina.  Y la adrenalina te perfora y te inyecta poder.  Un poder sobre el miedo que los demás admiran porque no se atreven a enfrentarlo.  Pero es un poder que dura poco.  Un poder que se desvanece cuando te desprendés del trapecio.  Y bajás la delgada escalera y tus pies tocan el suelo.  Entonces, allí abajo, la vulnerabilidad te espera, te enlaza.  Te devuelve al infierno de volver a ser áquel tipo del que intentás escapar.    

Esta noche la función ya terminó. Y tenés que seguir la procesión junto al circo.  Pero esta vez es diferente, la mudanza completará un ciclo: vas a volver al punto de partida, San Pedro. El San Pedro del que escapaste para olvidarte de su plaza, de su costanera, de su gente. Del que huiste para evitar su mirada, su boca, su piel, su sangre…  Y hoy, cinco años después, despertás de tu letargo y recordás...   
Te escondés en el contenedor oxidado al que adoptaste como tu hogar.  En la oscuridad, te quitás las calzas y la musculosa: las piezas de la armadura de batalla que te contienen.   Encendés la única lámpara que funciona. La luz quebradiza refleja en el espejo tus cicatrices. Y esas marcas se encargan de señalarte errores de tu pasado, tus debilidades.  Te exigen precisión y concentración. No te permiten pensar en nada mas que en la perfección. . Y eso es lo que te atrae.  Eso es lo que te sedujo para ingresar a tu mundo.    Pero en este momento la memoria te duele. Entonces te rendís ante el efecto sedante de la ginebra. Y poco a poco tu botella se vacía, tu vaso pierde el equilibrio y se quiebra.  
Un golpe en la puerta te sacude la resaca.  Con mucho esfuerzo, logras levantarte.  Alcanzás a escuchar el ruido de los motores en  marcha y al viejo Velásquez diciendo que arranqués porque no te van a esperar mas.    Diez minutos después, la caravana toma la autopista.    Estás sólo en tu camioneta y te quedaste al final de la hilera de vehículos y tráilers.   El avance del  cuentakilómetros y el calor te marean con su diábolica combinación.  Tu cabeza está a punto de estallar,  tu estómago se revuelve.  Abrís la ventanilla para que entre un poco de aire.  Dejás que la brisa se filtre en la cabina.  Y esa brisa te trae alivio. Pero a su vez temor. Oís una voz.   Intentás restarle importancia: pensás que tu percepción juega con vos como cuando te muestra charcos de agua inexistentes en la ruta.   Pero la voz se hace mas clara.  Te envuelve.  Aunque quieras ignorarla, la reconocés:.  Esa es SU voz.   Y SU voz pronuncia tu nombre.  Y las sílabas pastosas, serpentean sobre tu cuello.  Pisás el pedal del freno pero ya es tarde: ella ya regresó a tu lado. 

La ciudad te recibe.  Te das cuenta que nada ha cambiado.  Mientras el plantel hombres-hormiga terminan de darle los últimos ajustes a la carpa recorrés el lugar y revivís cada paseo por la orilla del río, cada naranjo, cada sombra.  Y ahora detestás  esta costa, estos naranjos, estas sombras. 

         Para vos la tarde tiene su simetría con aquella en la que el cambio ocurrió.  Sólo que esta vez, las lonas verdes y rojas cubren el escenario simulando una gran mortaja, y aquel silencio deja su lugar a un murmullo de curiosos montados en sucias gradas de madera.  
Los reflectores se encienden, el telón se abre y te expone ante la multitud.  No escuchás los aplausos.  Observás las caras de los privilegiados de la primera fila. Se asemejan a las de un tribunal a punto de fallar en tu contra.   Pero sabés que ellos no conocen tu secreto. Sabés que sólo vos fuiste el único testigo, así que subís los peldaños que te acercan la plataforma en donde nadie puede con vos.   Pero esta vez, cada escalón te pesa.  Dudás un instante, pero seguís adelante. Allá arriba vas a estar mejor, como siempre lo estuviste.   Y redoblás tu obsesión por el acero.  Igual que aquella vez.  Llegás a la cima y tus puños se aferran al trapecio.  Abajo las cucarachas te observan atentamente, expectantes.   Inhalás y exhalás tu temor dominado.  Es la savia que te nutre.  Y despegás.  Te balanceás.  Cada músculo de tu brazo se tensiona.  Y te agrada esa sensación.  Es la misma que te atravesó cuando el metal vencía la resistencia de su piel.   Te soltás.  Tu cuerpo gira y su voz vuelve a implorarte.  Te pide clemencia. Pero tenés que continuar con la función. Y disfrutás cuando su sangre se libera. Y reís.  Reís porque la maldita puta está muerta. Reís porque el esfuerzo valió la pena. Y ahora merecés relajarte.  Entonces cedés la presión sobre la empuñadura.
Ahora, allí abajo, tu público aplaude; allá arriba, sólo ella es la que ríe.

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