Esperar. No
importan los minutos, las horas, los días. La orden es esperar y debo cumplirla.
Nunca
desobedezcas a tu padre, decía mamá. No. Ella lo repetía una y otra vez
mientras clavaba sus uñas en aquellas marcas oscuras que le cubrían ambos
brazos. Apenas puedo recordar que tiempo atrás quise abrazarla, creo que tal
vez por un impulso natural propio de los niños. Pero en aquel momento ella bajó su cabeza y me
miró con aquellas cuñas negras que alguna vez fueron sus ojos y me suplicó que me
mantuviera quieta, esperando. Desde ese
momento neutralicé mi instinto y me concentré en lo importante: obedecer.
Esperar. No
importa el hambre, la sed, el afuera. Los azulejos de la habitación se desprenden,
la pintura de la puerta se descascara. Mamá aún sigue replicando la orden. Ya
no hace falta. La he aprendido muy bien. Ahora su cara se desgarra, se cubre de polvo. Su
voz se va transformando en un murmullo, en un eco: esperar, esperar, esperar.
Cuando mamá
cayó yo seguí esperando. Cuando su
piel se fundió con la humedad del suelo, permanecí de pie, esperando. Soy una buena hija. El silencio gotea en las
paredes de la habitación. El moho trepa y se expande por mis piernas pero yo
sigo esperando. No puedo fallar. Sé que papá vendrá en cualquier momento.