domingo, 5 de febrero de 2012

Piedra libre

I

El tubo fluorescente parpadea otra vez. La penumbra absorbe la habitación. No siento miedo. Mis ojos ya se acostumbraron a la oscuridad. Prefiero esa ceguera temporaria: aquí nada vale la pena.
La celda de aislamiento del pabellón difiere de las escenografías de las películas: no existen ni muros ni pisos cubiertos de cuero blanco. Sólo una caja limitada por paredes sin revocar. Paredes salpicadas por signos ilegibles, prolongaciones de dedos mugrientos de internos que tal vez, de esa manera, habían intentado expiar. 
Un jergón húmedo yace en el suelo de hormigón.  Me veo como si fuese otro. Mi cuerpo ya no se distingue del polvo. Mi cuerpo envuelto en un piyama gris. Un cuerpo gris en una mortaja gris.
Sé que mi universo es la celda. Un universo que me reduce a una repetición cíclica de seis pasos. Dentro de este universo, siento como si un agujero negro se nutriera de los vestigios de mi cordura. Y para evitar que me devore, prefiero concentrarme en mis cicatrices.
Mi jaula de cemento es infranqueable. O infranqueable sólo en apariencia para aquellos que desde afuera me estudian, me espían. Ellos no comprenden que el silencio me ayuda a atravesar las murallas. Porque resuena en mi mente y me transporta a la mañana de aquel maldito jueves.

Santi, mi hijo, me cubre los ojos con sus manitos. ¡Vení acá, sinvergüenza, dame un abrazo! Entre estas paredes disfruto, como aquella vez. ¡Límpiate esa nariz, Santi!  Y, cuando mi sonrisa regresa, un estruendo que reconozco como ajeno me ensordece.  El suelo late, y el ventanal del jardín estalla en una miríada de esquirlas. Un puño invisible nos catapulta contra el olmo. Luego de un instantáneo paréntesis, la casa se desmorona.   Los restos del derrumbe me atan, me aplastan, me torturan.  El brazo que aún puedo mover busca perforarlos y se desgarra.  La presión cede, y abro un orificio entre los escombros.
¿Dónde estás, hijo?  No puedo gritar, ni siquiera susurrar.  El esfuerzo sofoca, pero logro liberarme. La claridad del  día se descarga sobre mí, enmarca aquella cabecita inerte castigada por cristales de sangre.
Y es entonces cuando el silencio vuelve. Y, de nuevo en mi celda, no puedo salir de aquel momento. Y me sumerjo en las mismas ruinas, en esa mascarilla de oxígeno, en los analgésicos, en ese último llanto. En ese último Piedra libre.

II

Por fin me habían asignado la casa.  Lejos de los mugrientos zulos en Bilbao, la campiña vasca inspiraba tranquilidad y confianza.
La mesa del garaje era ideal para ordenar mis herramientas y todos los componentes que el ensamblaje requería.  Todo iba de acuerdo con lo planificado. Todo, a excepción de mí.  El trabajo requería de autocontrol, los  errores no eran admitidos. Desde que había ingresado en la organización, había hecho mías tales reglas.  El peso de aquellos quince años de combate me agobiaba, y yo sucumbía ante las distracciones del pasado: la niñez de cada uno es un refugio difícil de abandonar. Me seducía revivir el aroma de las manchas de tinta, el dolor de los moretones en mis rodillas, la angustia ante los “desaprobados” en el boletín del colegio.    
Ya basta, me dije. Debía empezar de una vez. Dos rivotriles me permitirían enfocarme en la tarea. 
Habían pasado treinta minutos, y la situación empeoraba:   la voz de la señorita Irene, mi maestra de cuarto grado, reverberaba en el ambiente: “No te preocupes, Mikel, de los errores se aprende”.  Vieja de mierda.  Levanté el volumen del equipo de audio para ahuyentarla.   Ahora sí el clonazepam estaba haciendo efecto.  Recobraba mi habilidad. Poco a poco el dispositivo tomaba forma: cables, temporizador, bloques plásticos compactos.  Sin embargo, volvía a repetirse el ruido de fondo en el ambiente: la vieja arpía seguía saliéndose con la suya. 
No podía seguir así.  Debía tomar un descanso. Un poco de aire fresco me caería muy bien. 
En el jardín, Santi montaba sus autitos en una pista imaginaria cercada por cantos rodados. Nunca lo había visto tan feliz.  Después de mudanzas repetidas, de habitaciones pálidas sin un lugar en donde poder jugar al aire libre, después de tanto tiempo de lucha para evitar que lo separen de mi lado, al fin había encontrado un poco de paz. Pasé silbando a su lado, fingí ignorarlo. Me detuve y me agazapé.  Santi se acercó por detrás y me cubrió los ojos con sus manitos.  
Mientras tanto, en el garaje, el detonador rodaba, los filamentos de mercurio vibraban y se rozaban cerrando el circuito. Ni siquiera un novato hubiese olvidado colocar el estabilizador.

III

¡Piedra libre para Santi y Mikel!, grita una voz dentro de mí.
Y es el fin. Otra vez.