domingo, 24 de abril de 2016

Letargo (basado en el cuento "Algo de Tolstoi" de Tennesse Williams)


La librería cerró sus fauces el día en que Lila se marchó. Quizás los primeros días fueron los más difíciles de sobrellevar. El reloj del salón con sus inalterables campanadas me asestaba un golpe quirúrgico cada treinta minutos. Y cada vez que el monótono sonido cesaba se producía un vacío tan intenso en mi mente que me invadía la desesperación por volverlo a escuchar. Fue así que comenzaron las migrañas. El primer síntoma en manifestarse fue un zumbido, un zumbido similar al que producen las alas rotas de una mosca que queda atrapada dentro de un frasco, esperando el inevitable final.  Era imposible quitarlo de mis oídos con aspirinas o analgésicos. Con el tiempo ese zumbido mutó en un dolor eléctrico que fluía sin poder oponer resistencia. 

Una mañana, mientras deambulaba entre los pasillos del local logré comprender que allí, en la penumbra, podría encontrar el refugio para hibernar hasta que Lila volviera.  Al aceptarlo las dolencias fueron atenuándose, diluyéndose conmigo en el sopor del lugar.
Solo las luces de la calle irrumpían mi sueño cada vez que algún cliente ingresaba a la librería profanando mi letargo. Con su impertinencia el exterior intentaba convencerme de abandonar la espera.  Pero no, yo debía resistir.  Sabía que ella iba a regresar. Y yo debía estar junto al umbral cuando ella hiciera girar la pesada llave negra en la cerradura de la puerta de entrada.

Resplandor y penumbra en sucesión infinita.

Los embates del afuera se tornaron cada vez más fuertes. Las sombras que transitaban entre las estanterías me acechaban durante el día. Cuando las descubría se alejaban. Pero permanecían ocultas, agazapadas, esperando una nueva ocasión para abalanzarse sobre mí.  La insistencia de esos ataques logró finalmente su cometido: en los poros de las paredes reverberaba la imagen de una llave negra y la voz de una mujer que se despedía. Aquella voz me resultaba tan familiar, tan clara y a la vez tan densa que lograba asfixiarme.  
Mi cuerpo vagaba sin encontrar una salida de aquel caos. La realidad me devolvió los sentidos cuando tropecé y caí al piso.  Los hilos de luz que provenían de la lámpara del escritorio me permitieron divisar, con esfuerzo, el objeto que había causado mi caída. Bajo una capa de polvo asomaba la silueta de un libro desarticulado. Se trataba de un ejemplar de principios de siglo XX de muy baja calidad. Su encuadernación era tan precaria que sus hojas se habían desprendido.  Lo levanté y lo coloqué sobre el escritorio. Regresé las páginas a su ubicación original guiándome por números impresos apenas perceptibles.  La tinta, con su obstinación, había persistido y aún seguía exponiendo letras, palabras, párrafos que estaban predestinados a ser descubiertos. Leí sin poder detenerme explorando el relieve y el interior de cada historia. Cuando llegué al final supe que ese libro no había sido suficiente, necesitaba más. Y me sumergí en la adicción. Libro tras libro, conflictos tras conflictos, vidas tras vidas.  Más y más. Mucho más.

Mis manos ya no se distinguen de los pliegues de las páginas de este libro. Su tapa de cuero  me devuelve el reflejo de las arrugas en mi rostro.  Miles de personajes disímiles se mezclan y se funden dentro del caldero de mi mente.  Puedo recordar las historias que he leído ayer y con mucho esfuerzo aquellas que viví hace una semana pero sé que mañana solo serán piezas de un rompecabezas que me resultará imposible de reconstruir.  
Vuelvo a concentrarme en el texto pero una presencia interrumpe mi lectura: una mujer fría bajo un saco de piel sintética. Con su mano derecha se cubre la garganta y me saluda.  Su figura me resulta familiar.  Me recuerda a esas damas frías de alguna novela sombría.  Debo atenderla rápido. No puedo distraerme en asuntos triviales. Le pregunto en que la puedo ayudar. Ella duda.  Busca un libro pero no recuerda el nombre. Le digo que tal vez si me cuenta el argumento podría orientarla. El relato me parece muy conocido: dos jóvenes enamorados se casan. La joven que no soporta una vida de encierro en una librería oscura. Una propuesta de un empresario para que ella desarrolle una carrera de artista.  Ella abandona a su marido. Él no puede seguirla. Luego de 15 años ella se da cuenta que extraña su antigua vida y regresa.  Sin dudas, se trata de una novela de Tolstoi. Claro. Algo de Tolstoi le digo.  
La mujer me mira en silencio, gira abruptamente y corre hacia la puerta sin siquiera agradecer. Algo cae del bolsillo de su saco. Una llave negra y pesada golpea el piso. Ella no se da cuenta de que la ha perdido. La dejo allí. Retomo mi lectura.

Cuántas historias difíciles tiene la gente allá afuera. 

domingo, 15 de noviembre de 2015

La espera

Esperar. No importan los minutos, las horas, los días. La orden es esperar y debo cumplirla.

Nunca desobedezcas a tu padre, decía mamá. No. Ella lo repetía una y otra vez mientras clavaba sus uñas en aquellas marcas oscuras que le cubrían ambos brazos. Apenas puedo recordar que tiempo atrás quise abrazarla, creo que tal vez por un impulso natural propio de los niños.  Pero en aquel momento ella bajó su cabeza y me miró con aquellas cuñas negras que alguna vez fueron sus ojos y me suplicó que me mantuviera quieta, esperando.  Desde ese momento neutralicé mi instinto y me concentré en lo importante: obedecer.  

Esperar. No importa el hambre, la sed, el afuera. Los azulejos de la habitación se desprenden, la pintura de la puerta se descascara. Mamá aún sigue replicando la orden. Ya no hace falta. La he aprendido muy bien.  Ahora su cara se desgarra, se cubre de polvo. Su voz se va transformando en un murmullo, en un eco: esperar, esperar, esperar. 

Cuando mamá cayó yo seguí esperando.  Cuando su piel se fundió con la humedad del suelo, permanecí de pie, esperando.  Soy una buena hija. El silencio gotea en las paredes de la habitación. El moho trepa y se expande por mis piernas pero yo sigo esperando. No puedo fallar. Sé que papá vendrá en cualquier momento. 

lunes, 12 de octubre de 2015

Jardín perdido


No te detengas
No mires hacia atrás
Hoy que envejecen las sendas de tu jardín
y lloran pasos que nunca se darán.

No te detengas
No mires hacia atrás
Hoy que sangran las raíces de tu jardín
y trepan los muros sin hallar un amanecer.

No te detengas
No mires hacia atrás,
Hoy que florecen fusiles en tu jardín
Y se marchitan los colores.

No te detengas
Pero al cruzar el mar,
Mira hacia atrás,
Allí verás renacer tu jardín
Y volverás a oler sus flores.


lunes, 11 de mayo de 2015

La resistencia

La ventana se entreabre. La cortina respira a través de sus pliegues y la desnudez de la noche se asoma en la habitación. Su vista se le ha gastado. La costumbre es la que le permite distinguir formas dispersas entre las sombras: el ropero y la cómoda de roble, la mesa de luz, el vaso con agua, las pastillas.  A pesar de los analgésicos el sueño le duele. Gira su cuerpo hacia la derecha, hacia la izquierda. La cadena transparente lo limita. Con esfuerzo logra desprenderse del abrazo de la sábana. El ovillo inmóvil que alguna vez fue su mano cruza hacia el otro extremo de su cama y allí esta ella. Y es la piel de su mujer lo único que logra aliviarlo. Ella lo mira con sus ojos vítreos y pacientes, casi con desconfianza. Él la calma y con voz imperceptible le pide que no hable: la brigada está allí afuera y si los escuchan entrarán a llevársela. No se escuchan pasos en el corredor. Es una buena señal.  Quizás hoy les regalen toda la noche.

En la profundidad del silencio se oye la rítmica caída de un líquido. Eso los distrae. Él la tranquiliza: “es sólo una pérdida de agua en el baño”. Ella extiende el índice de su mano izquierda y le cubre la boca. Una lágrima helada fluye a través de uno de los surcos de su cara. Él impide, con el dorso de su mano, que el llanto caiga sobre la almohada. Sabe que debe ser cuidadoso: si comete un error ellos se la quitarán para siempre. Él le miente: “quizás mañana no aparezcan. Tal vez se tomen el día libre. Quizás podamos salir al jardín, nuestro jardín”. Sin embargo él sabe que ellos siguen allí, hibernando, agazapados a la espera de un nuevo ataque. Van a volver, como todos los días. No tienen piedad. La brigada tiene miembros sin alma dispuestos a utilizar su artillería pesada. No dudan en aplicarla. Son feroces. No tienen límite. Él sabe que hasta han  intentado enlistar a sus hijos. Pero, no. Sus hijos nunca serían parte. Es por eso que decidieron alejarse.
Hace años que él resiste. Aprendió del enemigo y había interpretado a un personaje sumiso a la perfección. Pero desde que ella había comenzado a visitarlo, ya no soportaba negarla.
Un sonido agudo los impacta. Él no logra reconocer los números que se agitan en aquel aparato sobre la mesa de luz. La ventana, el ropero y la cómoda se desvanecen. Sólo queda ella.  Ella y el renacer de aquel último abrazo que se dieron hace tanto tiempo. Él sonríe. Siente que su lucha contra la brigada de la realidad no ha sido en vano.







lunes, 13 de mayo de 2013

Bautismo



Se persignó frente al espejo. Sus dedos le dejaron marcados con la sangre de su víctima los vértices de la cruz en la frente y en el pecho.
Cerró los ojos y comenzó a rezar, como lo hacía cada vez que terminaba con su ritual de purificación. Era su forma de agradecer a Dios por haberla dejado ser su instrumento de liberación del pecado de los hombres. Era su ofrenda, necesaria para acercarse a la salvación.  Sin embargo aquella noche la ceremonia fue diferente. Por primera vez, era ella quién necesitaba la absolución.

Se preguntaba por qué ese niño había aparecido aquella noche.  Pensó que seguramente esa sería otra prueba a la que debía someterse para superar sus debilidades. En su lugar ¿cuántos habrían tenido la fortaleza para resistir semejante desafío? Ella no había tenido opción. Su misión en la tierra no podía ser interrumpida por nada ni por nadie. Ni siquiera por la muerte de un inocente. Por otra parte con ese sacrificio no planificado había asegurado que el alma de aquel niño permaneciera pura para siempre.

Cuando terminó su oración abrió nuevamente los ojos. Desde el interior del espejo aquel niño la miraba y le pedía una respuesta. La respuesta que ella no había podido darle en aquella habitación. El niño seguía sin entender porqué ella había hundido una y otra vez un cuchillo en el cuerpo de su padre. Había vuelto para pedirle esa respuesta después de que ella tomará aquella decisión de silenciarlo con un corte preciso en la yugular.  

Ella se enjuagó la cara y se concentró en la imagen. El niño mantenía las dos manos entrelazadas y se cubría el cuello. Cuando ella tocó el espejo el niño desenlazó sus dedos y descubrió la piel de su cuello: estaba intacta. Luego el niño  abrió su boca y exhaló un espeso vapor que cegó al espejo.
Ella pensó que el diablo estaba jugando con su cabeza. Sabía que el niño no había podido sobrevivir.  Pidió clemencia al cielo y golpeó el espejo con su puño derecho. Al quebrarse los ojos de los pecadores muertos comenzaron a sentenciarla desde las astillas de vidrio. ¡Señor, no dejes que me rinda ante la oscuridad! En el último intento por liberarse de sus demonios, siguió golpeándolos hasta transformarlos en polvo.

Después de esa victoria se recostó dentro de la bañera y abrió las canillas hasta alinear los latidos de su corazón con el flujo sedoso del agua tibia. La prueba había sido muy difícil.  La más difícil.  Su cuerpo fue cediendo a la presión del sueño y se quedó dormida. Cuando despertó el agua rebalsaba de la bañera. El vapor había devorado el aire del lugar. Le llevó un momento acomodar la vista a la bruma y descubrir las siluetas de los muebles del baño, de las toallas y la del niño. El niño estaba a su lado, observándola. El niño extendió sus brazos, le cubrió el rostro con sus manos y la sumergió. El bautismo finalmente la redimía del pecado original.   

miércoles, 20 de junio de 2012

Mañana sólo seremos polvo


I

 La casa desangra silencio. La sordina del tiempo fue atenuándote, convirtiéndote en un eco. Pero ese eco aún sigue vibrando en mí.
Desde que ella apareció, nuestra ciudad y sus luces se redujeron a estas cuatro paredes descascaradas y sus malditas manchas de humedad. Y la humedad invadió mi piel de madera, sofocándome, saturándome.  Y yo callaba mis celos, la abstinencia de nuestras noches, mi sed de vos, de tus manos.   Pero a pesar que la amabas no pudiste abandonarme.  Aún te atraía. Aunque te alejabas una y otra vez de mí palpabas con tu mente la textura de mis teclas y regresabas a mi lado. Y en esos reencuentros nos enlazábamos en sonatas extáticas, sonatas con las que intentabas redimirte de los ruidos de tu culpa. Sin embargo, sólo eran intervalos de pasión. Al quedar exhausto, la palidez en tu rostro me demostraba que seguías pensando en ella, en sus llantos, en su voz.
Sé que ya no te provoco ese deseo que nos condenó a ser uno o dejar de ser.  Sé que ella te arrancará de mí por la mañana.  Y reconozco su virtud: la perseverancia. Durante todos estos años ella fue siguiéndote, llamándote, suplicándote para que me dejaras. Y aunque te negabas, fui consciente de que este momento llegaría. Era inevitable. Sé que ya no volveré a gozar el roce de tus manos y que este vacío será cada vez mas intenso.  Trato de retener el recuerdo de aquellas caricias intermitentes que me intentaste dar horas atrás. Pero no fueron más que una última dádiva.  Tu despedida. Un vestigio deshilachado de aquellas caricias nocturnas que en la calle Corrientes tanto el “Kalisay” Gorrese como el “Pirincho” Canaro tanto envidiaban.
¿Cuándo fue la última vez que salimos juntos de este agujero? ¿Dónde quedaron aquellas salas repletas en la que brillábamos? ¿Dónde están esos telones, esas alfombras de terciopelo, esas palmas que se fundían en una conjunción de aplausos?   ¿Dónde está el gran “Cuqui” Robles y su piano?  Sólo quedan nuestras fotografías enmarcadas y cubiertas por el polvo. Y mañana esas fotos sólo serán polvo, polvo enterrándonos en el olvido de Buenos Aires.

Los brazos del amanecer se extienden y atraviesan la persiana del dormitorio. Revelan un hilo de lágrimas bajo tu sombra.  El reloj del comedor gatilla siete veces y ese maldito haz de luz nos envuelve.  Te descubro sentado frente a mí. Tus ojos simulan mirarme pero anuncian que el momento final ha llegado.  El chirrido del timbre me desgarra. Es ella. Una y otra vez ese maldito sonido se repite pero permaneces inmóvil, resistiéndote. La llave apuñala la cerradura. Ella abre la puerta y nos observa pálida, absorta. Corre hacia vos y grita: “¡papá! ¡papá!”. Y cuando te arranca de mí, mi silencioso llanto resuena en nuestro último acorde.

II

 Martín Cárdenas leía un pequeño artículo en la página cinco del suplemento de espectáculos del diario que mencionaba que en la noche de ayer el gran compositor y músico Domingo “Cuqui” Robles había fallecido a los 85 años en su casa de Floresta: “Robles se había retirado de los escenarios a finales de la década del cincuenta para dedicarse a criar a su hija Malena luego de que su mujer los abandonara.  Malena Robles confió a este matutino que había encontrado a su padre abrazado a la gran pasión de su vida: su piano”
 

-          Viejo, se murió un tal “Cuqui” Robles. Me suena el nombre, ¿lo conocías? - preguntó Martín

-          Yo no. Creo que era uno de esos “tangueros” de antes. Me parece que el abuelo tenía algún disco pero seguro lo tiramos antes de mudarnos.

-          Veo que era un músico de la puta madre, ¿no? ¿a quién carajo le puede importar este tipo de noticias? - Martín se reía mientras buscaba la sección de deportes.


III

 Cada rincón llora nuestro silencio. Mañana sólo seremos polvo, polvo enterrándose en el olvido de Buenos Aires.


martes, 29 de mayo de 2012

Nada más


Nada más que nacer,

y robar un eterno segundo 

a ese tiempo que se queda sin tiempo.

Nada más que llorar,

para colmar el infinito vacío

en este espacio sin espacios.
 

Nada más que sonreír

y que el bostezo de tu alma

desenlace los nudos de las sombras.

Nada más que susurrar

y que tu voz sea el as absoluto

para jugar otra mano con la ausencia.


Nada más que caminar

para  distraer al eterno peregrino

y desvanecer sus huellas por un instante.

Nada más que soñar

para que la noche se inunde

y absorba la obstinación del mundo.



Nada más que crecer,

para que se rebelen los defectos

y se rindan las virtudes.

Nada más que olvidar

para que la desolación resuene

en una constelación insonora.



Nada más que contornos.

Nada más que formas

sin aristas,

sin límites

sin intersecciones.

Nada más que uno.

Nada más.

Nada.