La ventana
se entreabre. La cortina respira a través de sus pliegues y la desnudez de la
noche se asoma en la habitación. Su vista se le ha gastado. La costumbre es la
que le permite distinguir formas dispersas entre las sombras: el ropero y la
cómoda de roble, la mesa de luz, el vaso con agua, las pastillas. A pesar de los analgésicos el sueño le duele. Gira
su cuerpo hacia la derecha, hacia la izquierda. La cadena transparente lo
limita. Con esfuerzo logra desprenderse del abrazo de la sábana. El ovillo
inmóvil que alguna vez fue su mano cruza hacia el otro extremo de su cama y
allí esta ella. Y es la piel de su mujer lo único que logra aliviarlo. Ella lo
mira con sus ojos vítreos y pacientes, casi con desconfianza. Él la calma y con
voz imperceptible le pide que no hable: la brigada está allí afuera y si los
escuchan entrarán a llevársela. No se escuchan pasos en el corredor. Es una
buena señal. Quizás hoy les regalen toda
la noche.
En la
profundidad del silencio se oye la rítmica caída de un líquido. Eso los distrae.
Él la tranquiliza: “es sólo una pérdida de agua en el baño”. Ella extiende el
índice de su mano izquierda y le cubre la boca. Una lágrima helada fluye a
través de uno de los surcos de su cara. Él impide, con el dorso de su mano, que
el llanto caiga sobre la almohada. Sabe que debe ser cuidadoso: si comete un
error ellos se la quitarán para siempre. Él le miente: “quizás mañana no
aparezcan. Tal vez se tomen el día libre. Quizás podamos salir al jardín, nuestro
jardín”. Sin embargo él sabe que ellos siguen allí, hibernando, agazapados a la
espera de un nuevo ataque. Van a volver, como todos los días. No tienen piedad.
La brigada tiene miembros sin alma dispuestos a utilizar su artillería pesada.
No dudan en aplicarla. Son feroces. No tienen límite. Él sabe que hasta han intentado enlistar a sus hijos. Pero, no. Sus
hijos nunca serían parte. Es por eso que decidieron alejarse.
Hace años
que él resiste. Aprendió del enemigo y había interpretado a un personaje sumiso
a la perfección. Pero desde que ella había comenzado a visitarlo, ya no
soportaba negarla.
Un sonido
agudo los impacta. Él no logra reconocer los números que se agitan en aquel aparato
sobre la mesa de luz. La ventana, el ropero y la cómoda se desvanecen. Sólo
queda ella. Ella y el renacer de aquel
último abrazo que se dieron hace tanto tiempo. Él sonríe. Siente que su lucha contra
la brigada de la realidad no ha sido en vano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario