miércoles, 28 de diciembre de 2011

La última batalla


Cobarde. Siempre fuiste un maldito cobarde.  Nunca quisiste darme algo mejor. Y mirá que tuviste oportunidades. ¿Ya no te acordás?  Claro, no te conviene hablar de eso. Preferiste laburar por dos mangos en esa puta fábrica. Maldito egoísta. Me ataste a esta casa de mierda, a tu miseria. Me privaste de todo.  Pero eso se acabó, ¿lo entendés? Se acabó.
Yo no soy igual a vos. Empiezo mi vida bien de arriba. Nadie me para, entendiste. Ni siquiera vos. Podés guardarte tus temores en donde vos ya sabés. Te aguanté diecinueve años y ahora me rajo de acá. Entré en el negocio. Vendo merca, cagón. Lo que vos nunca te animaste a hacer.

Andrés cerró violentamente la puerta. Era lo que había estado esperando tanto tiempo: marcar su terreno, dejar en claro que ahora mandaba él.
No quería mirar hacia atrás, sin embargo lo doblegó ese ruido cotidiano: la vieja puerta de madera otra vez había rebotado en el marco hinchado por la humedad.  Al voltear su cabeza se encontró con su propio rostro dibujado en los ojos desgastados de su padre.

¡No soy igual a vos! Aquel grito sólo fue un susurro.

Andrés montó su ZTT 200 y cerró la cremallera de su campera de cuero. Se colocó aquel casco en el que había hecho grabar un dragón y sus iniciales: A. C.  Todo formaba parte del pago por su primer trabajo.
La carrocería negra y amarilla de la moto absorbió su cuerpo. Aceleró: setenta, ochenta, cien kilómetros por hora. El relincho del motor proyectaba todo lo que tendría: fajos de billetes de cien, un piso en Puerto Madero, fiestas, poder. Un semáforo lo tiñó de rojo pero no se detuvo. Él fijaba las reglas y la ciudad obedecía. 

¡Mírame, viejo! ¿Quién me para ahora?

Su puño giró nuevamente sobre el acelerador: ciento veinte kilómetros por hora. Edificios, casonas, plazas y baldíos. Pinceladas de brillantes sombras que enmarcaban su paso triunfal. 
Dos cuadras antes de llegar al lugar acordado para la entrega, una estocada de luz lo encegueció. La moto zigzagueó. Luego de luchar por mantener el equilibrio logró domarla pero su pie derecho golpeó contra el cordón.  Frenó. Tanto esfuerzo merecía un descanso. Observó su tobillo: sólo un moretón, nada importante.
¡Soy invencible! ¿Te das cuenta, papá?

- ¡Soy invencible! ¡Invencible! –decía  Andrés mientras cabalgaba por el reino de Camelot.
- ¡Invencible, Andrecito!
- No hay rival que pueda conmigo. Ni Atila, ni las brujas, ni los feroces monstruos de los pantanos.  Ahora, sin duda, el rey Arturo me va a nombrar caballero.
- Seguro que sí, enano. Pero ahora a desensillar, ya es hora de cenar.

Andrés bajó de los hombros de su papá y lo abrazó: su fiel corcel merecía una recompensa.

¿Invencible, Andrés?  ¿Cuándo perdiste tu hidalguía y dejaste de serlo?
El dolor ya no manaba de su tobillo pero se hacía cada vez mas intenso. Buscó un remanso en la vereda. Frotó su pie para hacer desaparecer la punzada. Imposible. Ya no había pociones mágicas.
Las luces de la marquesina de una concesionaria de autos reflejaban su armadura quebrada en la vitrina.
¿Quién lo hubiera dicho, Andrés?   Vencido antes de tu gran batalla.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Cuando te solté la mano (dedicado a mi abuela Tita)

Cuando te solté la mano las veredas bostezaban, la plaza se sacudía el polvo del día y los eucaliptos llenaban sus pulmones para despeinarnos al día siguiente. La tarde se iba a dormir pero yo quería seguir jugando.

Cuando te solté la mano los pasos que habíamos dado se transformaron en palabras. Primero aparecieron las cortitas, después asomaron (como pidiendo permiso) las más largas. Las más rebeldes y caprichosas se negaban a salir pero las caricias de mamá las volvieron más dóciles y hasta llegaron a darme la patita. Pero poco a poco las palabras se me escapaban del bolsillo y se amontonaban en el piso, desordenadas. Entonces decidí apilarlas, bien prolijitas, como vos me habías enseñado. Y las envolví una a una en papel barrilete para regalártelas a la mañana siguiente.

Cuando te solté la mano, corrí. Corrí y no miré hacia atrás porque tenía que encender la tele. Te dejé sola. Me olvidé de vos. No tenía porque preocuparme: sabía que siempre estarías en el umbral de casa esperándome para salir otra vez.

Cuando te solté la mano el viento me arrastró muy lejos. Miré hacia atrás y ya no estabas. Caminé y seguí nuestras huellas pero ya no encontré nuestras veredas, nuestra plaza, nuestros eucaliptos. Ni siquiera aquellas viejas palabras. Sólo silencio.

Ahora te sigo buscando, abuela. Quiero que me vuelvas a llevar a dar una vuelta. Quiero envolverte palabras nuevas y regalártelas.

Y es ahora que quisiera tomar tus manos y no soltarlas nunca más.

sábado, 17 de diciembre de 2011

Reencuentro


Cuando tu cuerpo fluye a doce metros de altura, renacés.  Allá arriba no hay nada mas que vértigo y adrenalina.  Y la adrenalina te perfora y te inyecta poder.  Un poder sobre el miedo que los demás admiran porque no se atreven a enfrentarlo.  Pero es un poder que dura poco.  Un poder que se desvanece cuando te desprendés del trapecio.  Y bajás la delgada escalera y tus pies tocan el suelo.  Entonces, allí abajo, la vulnerabilidad te espera, te enlaza.  Te devuelve al infierno de volver a ser áquel tipo del que intentás escapar.    

Esta noche la función ya terminó. Y tenés que seguir la procesión junto al circo.  Pero esta vez es diferente, la mudanza completará un ciclo: vas a volver al punto de partida, San Pedro. El San Pedro del que escapaste para olvidarte de su plaza, de su costanera, de su gente. Del que huiste para evitar su mirada, su boca, su piel, su sangre…  Y hoy, cinco años después, despertás de tu letargo y recordás...   
Te escondés en el contenedor oxidado al que adoptaste como tu hogar.  En la oscuridad, te quitás las calzas y la musculosa: las piezas de la armadura de batalla que te contienen.   Encendés la única lámpara que funciona. La luz quebradiza refleja en el espejo tus cicatrices. Y esas marcas se encargan de señalarte errores de tu pasado, tus debilidades.  Te exigen precisión y concentración. No te permiten pensar en nada mas que en la perfección. . Y eso es lo que te atrae.  Eso es lo que te sedujo para ingresar a tu mundo.    Pero en este momento la memoria te duele. Entonces te rendís ante el efecto sedante de la ginebra. Y poco a poco tu botella se vacía, tu vaso pierde el equilibrio y se quiebra.  
Un golpe en la puerta te sacude la resaca.  Con mucho esfuerzo, logras levantarte.  Alcanzás a escuchar el ruido de los motores en  marcha y al viejo Velásquez diciendo que arranqués porque no te van a esperar mas.    Diez minutos después, la caravana toma la autopista.    Estás sólo en tu camioneta y te quedaste al final de la hilera de vehículos y tráilers.   El avance del  cuentakilómetros y el calor te marean con su diábolica combinación.  Tu cabeza está a punto de estallar,  tu estómago se revuelve.  Abrís la ventanilla para que entre un poco de aire.  Dejás que la brisa se filtre en la cabina.  Y esa brisa te trae alivio. Pero a su vez temor. Oís una voz.   Intentás restarle importancia: pensás que tu percepción juega con vos como cuando te muestra charcos de agua inexistentes en la ruta.   Pero la voz se hace mas clara.  Te envuelve.  Aunque quieras ignorarla, la reconocés:.  Esa es SU voz.   Y SU voz pronuncia tu nombre.  Y las sílabas pastosas, serpentean sobre tu cuello.  Pisás el pedal del freno pero ya es tarde: ella ya regresó a tu lado. 

La ciudad te recibe.  Te das cuenta que nada ha cambiado.  Mientras el plantel hombres-hormiga terminan de darle los últimos ajustes a la carpa recorrés el lugar y revivís cada paseo por la orilla del río, cada naranjo, cada sombra.  Y ahora detestás  esta costa, estos naranjos, estas sombras. 

         Para vos la tarde tiene su simetría con aquella en la que el cambio ocurrió.  Sólo que esta vez, las lonas verdes y rojas cubren el escenario simulando una gran mortaja, y aquel silencio deja su lugar a un murmullo de curiosos montados en sucias gradas de madera.  
Los reflectores se encienden, el telón se abre y te expone ante la multitud.  No escuchás los aplausos.  Observás las caras de los privilegiados de la primera fila. Se asemejan a las de un tribunal a punto de fallar en tu contra.   Pero sabés que ellos no conocen tu secreto. Sabés que sólo vos fuiste el único testigo, así que subís los peldaños que te acercan la plataforma en donde nadie puede con vos.   Pero esta vez, cada escalón te pesa.  Dudás un instante, pero seguís adelante. Allá arriba vas a estar mejor, como siempre lo estuviste.   Y redoblás tu obsesión por el acero.  Igual que aquella vez.  Llegás a la cima y tus puños se aferran al trapecio.  Abajo las cucarachas te observan atentamente, expectantes.   Inhalás y exhalás tu temor dominado.  Es la savia que te nutre.  Y despegás.  Te balanceás.  Cada músculo de tu brazo se tensiona.  Y te agrada esa sensación.  Es la misma que te atravesó cuando el metal vencía la resistencia de su piel.   Te soltás.  Tu cuerpo gira y su voz vuelve a implorarte.  Te pide clemencia. Pero tenés que continuar con la función. Y disfrutás cuando su sangre se libera. Y reís.  Reís porque la maldita puta está muerta. Reís porque el esfuerzo valió la pena. Y ahora merecés relajarte.  Entonces cedés la presión sobre la empuñadura.
Ahora, allí abajo, tu público aplaude; allá arriba, sólo ella es la que ríe.

Rompecabezas

Las piezas heridas descansan en la mesa del olvido.  Sus ojos perdidos se esconden detrás de sus espaldas de cartón.  El viento las despierta.  Se desperezan. Bostezan y mimetizan su timidez con el desconsuelo de cemento.  Piensan que son únicas e indivisibles.  Sin embargo sufren el hueco infinito de su ser.  No se conocen entre sí.   Exhalan añoranzas de abrazos incompletos y caricias que aún no nacieron.   Se presienten, se desean pero el temor las alcanza y las separa.  Son curiosas. Se observan y se investigan.  Giran una y otra vez.  Se desorientan.
Dos piezas parecen encajar e intentan fundirse.  Los bordes se enfrentan. Se acercan y se repelen.   Un roce punzante comienza a enhebrar rectas y curvas.  El encantamiento se produce.    Se nombran, se encuentran. Se encadenan, se atrapan.  Así el rompecabezas muestra su efímero rostro, hasta que el tiempo desordene otra vez los cuerpos y el juego vuelva a empezar.