miércoles, 20 de junio de 2012

Mañana sólo seremos polvo


I

 La casa desangra silencio. La sordina del tiempo fue atenuándote, convirtiéndote en un eco. Pero ese eco aún sigue vibrando en mí.
Desde que ella apareció, nuestra ciudad y sus luces se redujeron a estas cuatro paredes descascaradas y sus malditas manchas de humedad. Y la humedad invadió mi piel de madera, sofocándome, saturándome.  Y yo callaba mis celos, la abstinencia de nuestras noches, mi sed de vos, de tus manos.   Pero a pesar que la amabas no pudiste abandonarme.  Aún te atraía. Aunque te alejabas una y otra vez de mí palpabas con tu mente la textura de mis teclas y regresabas a mi lado. Y en esos reencuentros nos enlazábamos en sonatas extáticas, sonatas con las que intentabas redimirte de los ruidos de tu culpa. Sin embargo, sólo eran intervalos de pasión. Al quedar exhausto, la palidez en tu rostro me demostraba que seguías pensando en ella, en sus llantos, en su voz.
Sé que ya no te provoco ese deseo que nos condenó a ser uno o dejar de ser.  Sé que ella te arrancará de mí por la mañana.  Y reconozco su virtud: la perseverancia. Durante todos estos años ella fue siguiéndote, llamándote, suplicándote para que me dejaras. Y aunque te negabas, fui consciente de que este momento llegaría. Era inevitable. Sé que ya no volveré a gozar el roce de tus manos y que este vacío será cada vez mas intenso.  Trato de retener el recuerdo de aquellas caricias intermitentes que me intentaste dar horas atrás. Pero no fueron más que una última dádiva.  Tu despedida. Un vestigio deshilachado de aquellas caricias nocturnas que en la calle Corrientes tanto el “Kalisay” Gorrese como el “Pirincho” Canaro tanto envidiaban.
¿Cuándo fue la última vez que salimos juntos de este agujero? ¿Dónde quedaron aquellas salas repletas en la que brillábamos? ¿Dónde están esos telones, esas alfombras de terciopelo, esas palmas que se fundían en una conjunción de aplausos?   ¿Dónde está el gran “Cuqui” Robles y su piano?  Sólo quedan nuestras fotografías enmarcadas y cubiertas por el polvo. Y mañana esas fotos sólo serán polvo, polvo enterrándonos en el olvido de Buenos Aires.

Los brazos del amanecer se extienden y atraviesan la persiana del dormitorio. Revelan un hilo de lágrimas bajo tu sombra.  El reloj del comedor gatilla siete veces y ese maldito haz de luz nos envuelve.  Te descubro sentado frente a mí. Tus ojos simulan mirarme pero anuncian que el momento final ha llegado.  El chirrido del timbre me desgarra. Es ella. Una y otra vez ese maldito sonido se repite pero permaneces inmóvil, resistiéndote. La llave apuñala la cerradura. Ella abre la puerta y nos observa pálida, absorta. Corre hacia vos y grita: “¡papá! ¡papá!”. Y cuando te arranca de mí, mi silencioso llanto resuena en nuestro último acorde.

II

 Martín Cárdenas leía un pequeño artículo en la página cinco del suplemento de espectáculos del diario que mencionaba que en la noche de ayer el gran compositor y músico Domingo “Cuqui” Robles había fallecido a los 85 años en su casa de Floresta: “Robles se había retirado de los escenarios a finales de la década del cincuenta para dedicarse a criar a su hija Malena luego de que su mujer los abandonara.  Malena Robles confió a este matutino que había encontrado a su padre abrazado a la gran pasión de su vida: su piano”
 

-          Viejo, se murió un tal “Cuqui” Robles. Me suena el nombre, ¿lo conocías? - preguntó Martín

-          Yo no. Creo que era uno de esos “tangueros” de antes. Me parece que el abuelo tenía algún disco pero seguro lo tiramos antes de mudarnos.

-          Veo que era un músico de la puta madre, ¿no? ¿a quién carajo le puede importar este tipo de noticias? - Martín se reía mientras buscaba la sección de deportes.


III

 Cada rincón llora nuestro silencio. Mañana sólo seremos polvo, polvo enterrándose en el olvido de Buenos Aires.


martes, 29 de mayo de 2012

Nada más


Nada más que nacer,

y robar un eterno segundo 

a ese tiempo que se queda sin tiempo.

Nada más que llorar,

para colmar el infinito vacío

en este espacio sin espacios.
 

Nada más que sonreír

y que el bostezo de tu alma

desenlace los nudos de las sombras.

Nada más que susurrar

y que tu voz sea el as absoluto

para jugar otra mano con la ausencia.


Nada más que caminar

para  distraer al eterno peregrino

y desvanecer sus huellas por un instante.

Nada más que soñar

para que la noche se inunde

y absorba la obstinación del mundo.



Nada más que crecer,

para que se rebelen los defectos

y se rindan las virtudes.

Nada más que olvidar

para que la desolación resuene

en una constelación insonora.



Nada más que contornos.

Nada más que formas

sin aristas,

sin límites

sin intersecciones.

Nada más que uno.

Nada más.

Nada.

viernes, 25 de mayo de 2012

La partida pendiente


I

 Usted me pregunta por qué había decidido ir a buscarlo. No tenía otra opción. Teníamos pendiente esa partida desde hacía veinticinco años. Usted no sabe lo que significó para mí esa espera. Cada día construyéndome una vida pero siempre faltándome una pieza para que fuera completa. Pero, por favor, antes de seguir haga su jugada. Es su turno.


II

 Nunca me faltó nada en la vida pero tampoco le debo nada a nadie. Mi padre se dedicaba a los negocios de su empresa y mi madre a planificar las reuniones de su Fundación de beneficencia.  De lunes a viernes una niñera me cuidaba mientras no estaba en el colegio. A medida que crecía aprendía a ser independiente y a valerme por mi propia cuenta. Fui lo suficientemente hábil para aprovechar la culpa latente de mis padres para obtener cada cosa que quise. Durante los fines de semana perfeccionaba los gritos y llantos que me permitieron conseguir desde una simple patineta hasta una de las primeras computadoras personales que se fabricaron en el país.
Siempre me destaqué en todo lo que hice. Desde chico superaba a mis compañeros en todas las áreas: matemáticas, lengua, historia. Cada materia me resultaba muy sencilla. Mientras los demás se encerraban en clases particulares para poder aprobar sus exámenes yo me dedicaba a estudiarlos a ellos, a analizar sus debilidades y mejorar mis técnicas para poder vencerlos en todos los terrenos. Nunca dejé nada librado al azar. Ni siquiera cuando practicaba deportes en la secundaria. También sobresalía en todas las actividades. No había nadie que pudiera conmigo. Pronto me quedé sin contrincantes a quien vencer pero cada llegada de un nuevo alumno al Instituto suponía una amenaza y me sentía en la obligación de demostrar que seguía siendo el mejor.
Era por esa razón que pocos compañeros se acercaban a mí y los que me buscaban sólo lo hacían por interés. Eso lo entendí desde temprano y traté de aprovecharlo a mi favor.  Ellos necesitaban a alguien que los guiara y yo los necesitaba para lograr mis objetivos: así logré ser presidente del Centro de Estudiantes.  Y esa fue la semilla política que haría germinar más tarde. Pero yo tenía claro que todos me envidiaban. Fue por eso que me cuidé de tener amigos. Sólo me permití una excepción: Fabricio.
A Fabricio lo conocí en cuarto año del secundario. Él se mantenía alejado del resto de los compañeros de clase. Venía de un colegio del estado. Su madre le había conseguido una beca con la ayuda del párroco del Instituto. Los dos vivían en una casita alquilada cerca de la estación de Sáenz Peña. El padre trabajaba perforando pozos de petróleo en  Comodoro Rivadavia y sólo regresaba a su casa para las fiestas de fin de año. 
A Fabricio no le gustaba el colegio. Tenía facilidad para captar lo que los profesores enseñaban pero no tenía interés en aprenderlo. Estudiaba lo necesario para  poder aprobar los exámenes y mantener su beca.
Tampoco su campo de acción era el deporte. Sufría con cada partido de fútbol que se organizaba durante las clases de gimnasia.  Quizás esa fragilidad fue lo que me acercó a él. No veía ningún peligro en su forma de ser. No había nada en que pudiera superarme. Yo pensaba que sumaría otro idiota a mi grupo de seguidores y que algún día me sería de suma utilidad.  Pero Fabricio resultó ser diferente a todos los demás.
Cuando decidí hablarle por primera vez me miró con desconfianza. Me respondía asintiendo o negando con su cabeza.  Sólo cuando le pregunté por esa caja de madera, que llevaba siempre debajo de su brazo derecho, se distendió y comenzó a contarme su historia. 
Fabricio amaba al ajedrez. Su abuelo le había enseñado a jugar cuando había cumplido siete años. A los diez le regaló un tablero y una caja con piezas de madera que él mismo había tallado en su taller de carpintería. Fue su último regalo ya que falleció al año siguiente.  Desde ese día, todas las tardes Fabricio me visitaba en mi casa y me mostraba, con suma paciencia, cada uno de los movimientos de las piezas del ajedrez. Yo aprendía y progresaba rápidamente. Pero por más que mejoraba Fabricio inevitablemente me apuñalaba sistemáticamente con su “jaque mate”.
Yo no podía entender cómo él había encontrado mi talón de Aquiles. Pero propuse superarme. No iba a darme por vencido tan fácil.  Después de tres meses sin progresos le pedí a mi padre estudiar ajedrez con un profesional y así conseguí participar de las clases de un ex campeón nacional en un club de Capital.  Después de dos años pude dominar el juego y participé de varios torneos en los que obtuve varias medallas. Pero a pesar de mi esfuerzo no logré vencer a Fabricio. Sin embargo nadie supo de mis derrotas. Él siempre guardó nuestro secreto.
Cuando terminamos quinto año sentí que era el momento ideal para alejarme de él. Con la excusa de mis estudios universitarios fui dejándolo atrás y esa derrota repetida fue diluyéndose en el tiempo. Así pude seguir mi vida.  Sin embargo continué jugando al ajedrez dentro y fuera de un tablero. Desde el momento en el que tomé esa decisión cada pieza permaneció en el lugar en el que yo quería que estuviera: me recibí de abogado, luego me convertí en diputado. Cada vez sumaba más peones a mi juego. A veces tenía que sacrificar a alguno pero eso era parte de la estrategia por lograr ser el que quería.  Pero llegó aquel día. Aquel día en que recibí esa invitación por los veinticinco años de egresados del Instituto “Sagrado Corazón”.
Hubiera querido evitar asistir a la reunión para no encontrarme con tantos fracasados juntos, pero yo era el ex alumno pródigo y tendía que estar presente. De hecho el director del Instituto me había pedido expresamente que preparara un discurso en nombre de mi división.
Sólo la mitad de mis ex compañeros estaban en la fiesta. Con esfuerzo pude acordarme de algunos de ellos por esa estupidez incipiente que no había cambiado con los años.
A Fabricio apenas pude reconocerlo. Estaba muy delgado y se apoyaba en el hombro de una mujer. Supuse que sería su esposa. Me acerqué. Me extendió su  mano e intentó estrechar la mía. Sonreía. Pensé en lo sarcástico que estaba siendo conmigo. Seguramente se estaba acordando de nuestro secreto. No podía siquiera mirarlo a los ojos. No podía entender cómo ese tipo tan frágil fuera el único que me había podido superar en algo.   Comenzamos a hablar de nuestras vidas opuestas. Él lo hacía con dificultad. Recordamos esas tardes en casa tomando café con leche y compartiendo nuestras partidas interminables de ajedrez. Le propuse volver a jugar. Él me dijo que había dejado de hacerlo desde que habíamos terminado la secundaria. Me dije si sería aquella la oportunidad que me esperaba para poder revertir el pasado. Aquella iba a ser mi revancha personal. Insistí y entonces me invitó a visitarlo el sábado siguiente: jugaríamos una nueva partida, conmemorando los viejos tiempos.
Esa semana practiqué, cómo lo hacía cada noche en aquellos últimos años, en el nivel más alto de mi software de ajedrez, venciéndolo sin dificultad. No había dudas que aquella vez el triunfo no se me iba a escapar de las manos.
Ese sábado me desperté ansioso por disfrutar mi inevitable victoria. Me duché y me vestí informalmente. Fabricio vivía en Lugano. Tendría que “bajar” a ese barrio de mediocres pero bien valía la pena. Le pedí a mi chofer que me acercara a una cuadra de distancia. Luego seguiría a pie. Bajé del auto y me crucé con un carro de cartoneros tirado por un caballo que eludía adoquines y los pozos.  Sólo cien metros y la victoria final sería mía, pensaba. Como debió haberlo sido siempre.
Al final de la vereda apareció ante mí una construcción precaria de cinco pisos como una torre inclinada a punto de caer.  Pude ver un número pintado en la pared. Coincidía con la dirección que me había dado Fabricio. Varias personas rodeaban la puerta de entrada. Me abrí paso entre la muchedumbre y pude ver en el pasillo a la mujer de Fabricio.  Lloraba. Me abrazó y me pidió que la esperara. Un minuto después avanzaba por el pasillo de baldosas blancas y negras, abriéndose paso entre la gente como una dama implacable.

 - Antes de irse me pidió que te los diera – me dijo mientras me entregaba el tablero y la  caja de madera.


III

Usted me pregunta porque había decidido ir a buscarlo. Era inevitable: había esperado esa partida pendiente durante veinticinco años. Desde aquel día tengo todas las piezas y el tablero pero ya no quedan más movidas por jugar.


lunes, 2 de abril de 2012

Reunión en la selva

-¡Algo tenemos que hacer! ¡Esta situación no se soporta mas! ¡Quiero dormir!- dijo Juan el Chimpancé, saltando de una rama a otra.

-¡Yo también! -respondió Enrique, el ñu, con el poco aire que le quedaba.

-    ¡Tenemos que unirnos para terminar con el problema!-rugió Leonardo, el león, mientras sacudía su melena

Las hienas se reían de los nervios.  Los elefantes se tapaban las cabezas con sus trompas largas y arrugadas. Las jirafas se quejaban porque les dolía el cuello. 

Esa tarde los animales de la selva se habían reunido para preparar un plan que les permitiera volver a dormir. Todas las noches pasaba lo mismo.   Luego de la cena todos se ponían el piyama y se acostaban, algunos dentro de una cueva, otros sobre el pastito, otros colgados de una rama.  Pero cuando sus ojos comenzaban a cerrarse, ¡paf!, otra vez Tarzán con sus ganas de molestar.  ¡Qué gritos insoportables!   

-¡Ni mi hermana Chita lo aguanta!-dijo Juan meciéndose en un tronco.

-Escúchenme –intentó calmarlos a todos, Leonardo-.  Esto es lo que vamos a hacer: vamos a buscar a Nuria, la serpiente.   Ella resolvió muchos casos difíciles: acuérdense cuando desaparecieron las manchas de los tigres o cuando los hipopótamos se volvieron flaquitos como un escarbadiente. 

-¿Quién me está llamando? -silbó Nuria abriéndose paso entre miles de patas, evitando que la pisaran.

-¡Buenas Tardes, Nuria! -dijeron todos emocionados.

-¿En qué puedo ayudarlos?

-Tenemos que saber porque Tarzán nos llama por la noche. Hace semanas que no podemos dormir. Necesitamos que nos ayudes y lo investigues.

-Voy a averiguarlo. Sólo les pido una hora.   

-¡Muchas gracias!-dijeron los cocodrilos secándose las lágrimas por la emoción.

En silencio Nuria se fue despacito siguiendo el sendero que la llevaba hasta la choza de Tarzán.  
  
Media hora mas tarde, silenciosa como había llegado, regresó. 

-¡Este caso está solucionado! -sonrió, orgullosa de poder comprobar que era la mejor detective de la selva.

-¿Qué pasó? -preguntaron todos.

- ¿Se acuerdan del regalo que le hicieron para su cumpleaños?

-    Si.  Le regalamos un gallito despertador –contestó Leonardo.

-    Bueno.  Lo que pasaba era que ese gallito adelantaba su canto a las 2 de la mañana todas las noches.   Tarzán se enojaba tanto, pero tanto, tanto, que lo único que podía hacer era gritarle.  Por más que lo intentó, nunca había podido ponerlo en hora.  Además, Tarzán  nunca les quiso pedir ayuda a Ustedes porque es muy orgulloso: se cree el rey de la selva.  Pero ahora el problema terminó.  Convencí al gallo que lo despertara a las ocho a partir de mañana.  

-    ¡Muchas gracias, Nuria!- festejaron todos los animales y cantaron un rap en su honor.

Esa noche los sueños volvieron a cada rincón de la selva.  Todos se acostaron y comenzaron a dormir. Pero media hora más tarde, entre tanto silencio, un sonido muy agudo y profundo los volvió a despertar.  Pero, ¡qué mala suerte!  Justo ahora, a Tarzán se le ocurría ponerse a roncar.

domingo, 5 de febrero de 2012

Piedra libre

I

El tubo fluorescente parpadea otra vez. La penumbra absorbe la habitación. No siento miedo. Mis ojos ya se acostumbraron a la oscuridad. Prefiero esa ceguera temporaria: aquí nada vale la pena.
La celda de aislamiento del pabellón difiere de las escenografías de las películas: no existen ni muros ni pisos cubiertos de cuero blanco. Sólo una caja limitada por paredes sin revocar. Paredes salpicadas por signos ilegibles, prolongaciones de dedos mugrientos de internos que tal vez, de esa manera, habían intentado expiar. 
Un jergón húmedo yace en el suelo de hormigón.  Me veo como si fuese otro. Mi cuerpo ya no se distingue del polvo. Mi cuerpo envuelto en un piyama gris. Un cuerpo gris en una mortaja gris.
Sé que mi universo es la celda. Un universo que me reduce a una repetición cíclica de seis pasos. Dentro de este universo, siento como si un agujero negro se nutriera de los vestigios de mi cordura. Y para evitar que me devore, prefiero concentrarme en mis cicatrices.
Mi jaula de cemento es infranqueable. O infranqueable sólo en apariencia para aquellos que desde afuera me estudian, me espían. Ellos no comprenden que el silencio me ayuda a atravesar las murallas. Porque resuena en mi mente y me transporta a la mañana de aquel maldito jueves.

Santi, mi hijo, me cubre los ojos con sus manitos. ¡Vení acá, sinvergüenza, dame un abrazo! Entre estas paredes disfruto, como aquella vez. ¡Límpiate esa nariz, Santi!  Y, cuando mi sonrisa regresa, un estruendo que reconozco como ajeno me ensordece.  El suelo late, y el ventanal del jardín estalla en una miríada de esquirlas. Un puño invisible nos catapulta contra el olmo. Luego de un instantáneo paréntesis, la casa se desmorona.   Los restos del derrumbe me atan, me aplastan, me torturan.  El brazo que aún puedo mover busca perforarlos y se desgarra.  La presión cede, y abro un orificio entre los escombros.
¿Dónde estás, hijo?  No puedo gritar, ni siquiera susurrar.  El esfuerzo sofoca, pero logro liberarme. La claridad del  día se descarga sobre mí, enmarca aquella cabecita inerte castigada por cristales de sangre.
Y es entonces cuando el silencio vuelve. Y, de nuevo en mi celda, no puedo salir de aquel momento. Y me sumerjo en las mismas ruinas, en esa mascarilla de oxígeno, en los analgésicos, en ese último llanto. En ese último Piedra libre.

II

Por fin me habían asignado la casa.  Lejos de los mugrientos zulos en Bilbao, la campiña vasca inspiraba tranquilidad y confianza.
La mesa del garaje era ideal para ordenar mis herramientas y todos los componentes que el ensamblaje requería.  Todo iba de acuerdo con lo planificado. Todo, a excepción de mí.  El trabajo requería de autocontrol, los  errores no eran admitidos. Desde que había ingresado en la organización, había hecho mías tales reglas.  El peso de aquellos quince años de combate me agobiaba, y yo sucumbía ante las distracciones del pasado: la niñez de cada uno es un refugio difícil de abandonar. Me seducía revivir el aroma de las manchas de tinta, el dolor de los moretones en mis rodillas, la angustia ante los “desaprobados” en el boletín del colegio.    
Ya basta, me dije. Debía empezar de una vez. Dos rivotriles me permitirían enfocarme en la tarea. 
Habían pasado treinta minutos, y la situación empeoraba:   la voz de la señorita Irene, mi maestra de cuarto grado, reverberaba en el ambiente: “No te preocupes, Mikel, de los errores se aprende”.  Vieja de mierda.  Levanté el volumen del equipo de audio para ahuyentarla.   Ahora sí el clonazepam estaba haciendo efecto.  Recobraba mi habilidad. Poco a poco el dispositivo tomaba forma: cables, temporizador, bloques plásticos compactos.  Sin embargo, volvía a repetirse el ruido de fondo en el ambiente: la vieja arpía seguía saliéndose con la suya. 
No podía seguir así.  Debía tomar un descanso. Un poco de aire fresco me caería muy bien. 
En el jardín, Santi montaba sus autitos en una pista imaginaria cercada por cantos rodados. Nunca lo había visto tan feliz.  Después de mudanzas repetidas, de habitaciones pálidas sin un lugar en donde poder jugar al aire libre, después de tanto tiempo de lucha para evitar que lo separen de mi lado, al fin había encontrado un poco de paz. Pasé silbando a su lado, fingí ignorarlo. Me detuve y me agazapé.  Santi se acercó por detrás y me cubrió los ojos con sus manitos.  
Mientras tanto, en el garaje, el detonador rodaba, los filamentos de mercurio vibraban y se rozaban cerrando el circuito. Ni siquiera un novato hubiese olvidado colocar el estabilizador.

III

¡Piedra libre para Santi y Mikel!, grita una voz dentro de mí.
Y es el fin. Otra vez.

domingo, 22 de enero de 2012

Aléjate


Aléjate.
Llévate el fuego,
riégalo en los cerros
y entre las cenizas  
esparce mi voz.
Deja que el viento
diluya en el eco
los gritos,
los susurros,
el silencio.

Aléjate.
No te detengas,
siembra tus llagas
en el camino.
Corre,
y en tu carrera
siega los trigales
con tu hastío.

Aléjate.
Deshazte de tu boca,
de tu piel,
de tus ojos.
Arrastra tus raíces,
húndelas,
y sacíalas
en la humedad
del desierto.

Aléjate.
Recuéstate en el horizonte,
piérdeme en un sueño.
Y cuando despiertes
ya no seré voz,
ya no seré eco,
ya no seré grito
ya no seré susurro,
ya no seré silencio.
Y serás libre,
vivirás libre,
y siendo libre,
simplemente,
sin darte cuenta,
te ahogarás en mí.

jueves, 12 de enero de 2012

El heredero

I

Era nuestro ritual en las vacaciones de verano. Atravesábamos la plaza, escalábamos los peldaños del puente de la estación y desde allí asistíamos a la prédica diaria del “viejo” Ordóñez.  En realidad no conocíamos su nombre pero decidimos bautizarlo Ordóñez en honor a aquel hinchapelotas de quinto que nos molestaba en el recreo. Una sutil forma de venganza.  
Desde las alturas el “viejo” parecía una mancha negra en los baldosones del andén. El sudor, la grasa y la tierra habían fundido su piel con los colgajos de un traje de los años cincuenta.  Aparecía todas las tardes, arrastrando sus zapatones raídos. Esperaba el tren de las cinco y media de la tarde.  A su paso la multitud le abría un sendero rememorándonos el paso de Moisés por el mar Rojo. Lo admirábamos. Quien sino él podría detenerse frente a la multitud y sin inmutarse relatar un gol de Passarella o recitar un discurso de Perón sin distorsionar ni una sola palabra. Nos dedicábamos a analizar las reacciones que su prédica generaba en la gente. Algunos se asombraban, otros reían, otros no ocultaban su disgusto. A ninguno le resultaba indiferente. A pesar de mantenerse a distancia, Ordóñez los había tocado. Al llegar a sus hogares seguramente reproducirían todo lo que el “viejo” les había contado. De esa manera su palabra se había esparcido por todo el barrio.
Un día de febrero del ’77 decidí ir sólo a la estación. El destino así lo quiso. Pablo y Marcelo, mis amigos, se habían ido de vacaciones a la costa y el aburrimiento en casa no era una opción para mí.  Aquella vez todo fue diferente: me acerqué a él. Yo siempre había creído que el “viejo” no nos conocía.  Me había equivocado.  Aquella vez, al saber que yo estaba ahí, Ordóñez suspendió su función. Permaneció en silencio. Apoyó su espalda encorvada en el cartel con los horarios del San Martín y me miró con sus punzantes ojos grises. Me había reconocido. Los dos nos quedamos inmóviles, como estudiándonos. Ni una sola palabra. Pudieron haber sido segundos, minutos, horas. No lo recuerdo. De repente el viejo se irguió y caminó hacia mí.  Esa figura desgarbada y pequeña se había convertido en un coloso de un metro ochenta. Retrocedí dos pasos, instintivamente, pero había algo en él que me atraía. ¿Qué daño podría hacerme? Me detuve. Siguió avanzando, se agachó y entonces logré escuchar una voz inesperada, un oscuro susurro:

-    Pibe: la miseria y la soledad son dos buitres que nunca van a dejar de alimentarse de vos. Acordate de lo que te digo: ¡viví mientras puedas!


Luego se dio media vuelta, sumergiéndome en un oscuro silencio. Esa tarde, por primera y última vez, subió al tren que iba a Pilar sin volver a mirarme. Ya no regresó.
El verano fue poco a poco perdiendo su encanto. El andén se convirtió en un lugar repleto de gente pero vacío. Mis amigos cambiaron la estación por el fútbol. Sin embargo yo lo seguía esperando cada tarde.
El tiempo fue desgastando las tablas de madera del puente. El techo de la estación fue ennegreciéndose. Así el tiempo fue arreándome, desprendiéndome de la infancia.


II

Las doce de la noche. La estación ya se liberó de sus vendedores, de sus laburantes y de sus pungas. Hasta los perros ya se han ido.  Los cartones y plásticos se mezclan con los rezagos nauseabundos del día y se apelmazan en los cestos de plástico. Mis manos cavan en la basura para encontrar algo que comer. Algo que me aleje aunque sea un momento de la oscuridad y el silencio.  El viento barre la mugre y los restos del día del andén. 

No quisiera quedarme aquí pero sólo aquí puedo estar.  ¿Cómo hacer para seguir con la vida habiéndolo perdido todo? Decime Ordóñez, ¿cómo hago?

martes, 3 de enero de 2012

Unión de pareja


 
Déjeme que le explique. Existen dos tipos de empresas prósperas en nuestro país: una tradicional: las compañías funerarias y la otra menos convencional: la que se encarga de resolver conflictos de pareja.  La ventaja competitiva se debe a que la demanda no depende de las fluctuaciones del mercado. Es más, cuanto mayores son las debacles financieras mayores son los ingresos.  Muchos consultores fomentan la sinergia entre los dos negocios. En definitiva, cada uno termina siendo proveedor de insumos del otro.
Dejando de lado las introducciones, le confieso que el color negro no me queda bien y como soy alérgico a los embutidos, abandoné la opción de los cortejos fúnebres y decidí dedicarme al segundo tipo de emprendimientos.  Y aquí me tiene ahora, amigo, en el vuelo Transpolar rumbo a Sidney. ¿Quiere que le diga el motivo?  Bueno, el viaje es largo así que dedíqueme unos minutos y le resumo la historia.
El 14 de diciembre de 1998 me recibí de licenciado en Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires. En ese momento intenté buscar trabajo de economista pero las empresas privadas no se interesaban por los jóvenes de cuarenta y cinco años recién recibidos. Por otra parte la gestión pública tampoco me aceptó: no se admitían licenciados sin fracasos previos en el haber.  
En aquel tiempo los números sólo me permitían ganar dinero como peón de taxi.  Laura, mi mujer, era mi único sostén. ¡Qué hubiera sido de mí sin la flaca!  Vivíamos tiempos difíciles pero ella siempre me esperaba a la nochecita con una sonrisa y me cebaba unos mates tan sublimes que me arrancaban la depresión sin necesidad de un Valium.
A pesar de que Laura trabajaba doble turno como maestra, la plata no alcanzaba. Era el 2001: plena crisis. ¿Se acuerda?  Entonces dije basta. Basta con consultarle a Julio, mi hermano mayor, que era lo que debía hacer. Y no me equivoqué. A través de la providencia (Julito me recomendó su vidente profesional de cabecera) descubrí mi verdadera profesión: la parapsicología.   El título de grado me daba el derecho a ejercerla (cuantos ministros de economía ya la habían aplicado con éxito) y las doce horas arriba del “tacho”, escuchando y aconsejando a la clientela, me daban el máster en asuntos de pareja.
Laura no estuvo de acuerdo con mi decisión. Los cambios revelan facetas ocultas de la personalidad de la gente. Y en Laura esta situación no era la excepción. Pero me mantuve firme. Si hay algo que me caracteriza es la perseverancia.  Claro que desde ese día los mates dejaron de ser sublimes y me los tuve que cebar yo.
Para iniciar el negocio el primer paso fue conseguirme un buen nombre. Apelé a mis recuerdos de secundario y en un homenaje al “turro” que me desaprobó en Contabilidad de primer año elegí el de Ordóñez. Después de tanto sufrir, por primera vez, iba a darme una satisfacción. El profesor Ordóñez  te devuelve a tu ser querido en un mes.  Seriedad y garantía. Brillante, ¿no le parece?
El cuartito que alguna vez soñamos para el hijo que siempre deseamos y que nunca llegó se transformó en mi lugar de atención. Llevé a la iglesia del barrio la caja con las batitas que la flaca había tejido en vano esperando la llegada de nuestro “Manuelito”. Diez años acumulando mugre y silencio.  Cerré la puerta que unía el cuarto con el living de la casa con llave.   Laura lloraba. Yo no podía entender porque mi nuevo emprendimiento la afectaba tanto. Estaba seguro que con el tiempo se le pasaría. Sólo era cuestión de horas para que se le pase el berrinche, como siempre había sido, así que seguí con las tareas de mejora.  Habilité la puerta que daba directamente hacia el pasillo interno para independizar el lugar de trabajo de la casa. Con un tabique de madera, una mesa redonda y tres sillas armé una sala de espera y un altar para atender a los “necesitados”.  Laura espiaba pero se mantenía callada.
Al día de publicar el primer clasificado, recibí diez llamados y concreté entrevistas con cinco personas. Cada una dispuesta, por amor, a darlo todo. Y yo estaba ahí para recibirlo.  Lo más importante era escucharlos y ofrecerles un poco de esperanza en el momento adecuado.  Las consultas no duraban más de media hora y tenían un costo accesible. Antes de terminar les entregaba a los necesitados la lista de materiales que necesitaría para realizar el “trabajo”. Los elementos no se repetían: un cabello del hombre o mujer deseados, una pluma de gorrión, aceite de oliva, miel (para endulzar la unión y para la merienda de la tarde), un pote de vidrio de yogur Yolanka (la nostalgia me sugería opciones mientras yo improvisaba) y por último el ingrediente fundamental.  El ingrediente imposible de conseguir que variaba según la cara del paciente.  De no obtenerlo, los resultados no podrían garantizarse. Un plan redondito. ¿No cree?
El negocio prosperó. Algunas veces durante la búsqueda de los ingredientes los clientes desaparecían en el Mato Grosso o en las fauces de una orca en Puerto Madryn.  En la mayoría de los casos las mujeres infieles volvían a su hogar por lástima o, mejor dicho, cuando el fulano con el que se habían marchado se hartaba de ellas.  
 A pesar de que la buena suerte estaba llegando, la flaca estaba cada día más cerrada en sí misma.  Por las noches entraba en el cuartito, observaba cada una de las paredes y sollozaba. Las cosas habían mejorado y Laura no aflojaba.
Seis meses después la demanda me había excedido. Tuve que dejar el taxi. Alquilé un local en Mataderos para atender durante la noche y otro en Vicente López para cubrir los sábados y domingos. El amor no se toma los fines de semana libres. Hasta pensaba en abrir sucursales con tacheros amigos. Pero una mañana de septiembre la flaca se fue. Y no volvió. Ya no pude volver a trabajar. Me tomé licencia por aquella imprevista enfermedad ocupacional.  ¿Usted me pregunta qué hice? Tomé la solución más lógica: consultar con un colega del ramo.
Mire: ya tengo la yerba, el azúcar de caña y la remera de egresado de quinto que la flaca se olvidó en casa.  Y aquí me tiene, compañero, viajando a Sidney.  Bien vale la pena invertir en el pasaje: en Australia será más fácil conseguir el pelo de ornitorrinco. Y Laura va a volver. Se lo garantizo.