domingo, 15 de noviembre de 2015

La espera

Esperar. No importan los minutos, las horas, los días. La orden es esperar y debo cumplirla.

Nunca desobedezcas a tu padre, decía mamá. No. Ella lo repetía una y otra vez mientras clavaba sus uñas en aquellas marcas oscuras que le cubrían ambos brazos. Apenas puedo recordar que tiempo atrás quise abrazarla, creo que tal vez por un impulso natural propio de los niños.  Pero en aquel momento ella bajó su cabeza y me miró con aquellas cuñas negras que alguna vez fueron sus ojos y me suplicó que me mantuviera quieta, esperando.  Desde ese momento neutralicé mi instinto y me concentré en lo importante: obedecer.  

Esperar. No importa el hambre, la sed, el afuera. Los azulejos de la habitación se desprenden, la pintura de la puerta se descascara. Mamá aún sigue replicando la orden. Ya no hace falta. La he aprendido muy bien.  Ahora su cara se desgarra, se cubre de polvo. Su voz se va transformando en un murmullo, en un eco: esperar, esperar, esperar. 

Cuando mamá cayó yo seguí esperando.  Cuando su piel se fundió con la humedad del suelo, permanecí de pie, esperando.  Soy una buena hija. El silencio gotea en las paredes de la habitación. El moho trepa y se expande por mis piernas pero yo sigo esperando. No puedo fallar. Sé que papá vendrá en cualquier momento. 

lunes, 12 de octubre de 2015

Jardín perdido


No te detengas
No mires hacia atrás
Hoy que envejecen las sendas de tu jardín
y lloran pasos que nunca se darán.

No te detengas
No mires hacia atrás
Hoy que sangran las raíces de tu jardín
y trepan los muros sin hallar un amanecer.

No te detengas
No mires hacia atrás,
Hoy que florecen fusiles en tu jardín
Y se marchitan los colores.

No te detengas
Pero al cruzar el mar,
Mira hacia atrás,
Allí verás renacer tu jardín
Y volverás a oler sus flores.


lunes, 11 de mayo de 2015

La resistencia

La ventana se entreabre. La cortina respira a través de sus pliegues y la desnudez de la noche se asoma en la habitación. Su vista se le ha gastado. La costumbre es la que le permite distinguir formas dispersas entre las sombras: el ropero y la cómoda de roble, la mesa de luz, el vaso con agua, las pastillas.  A pesar de los analgésicos el sueño le duele. Gira su cuerpo hacia la derecha, hacia la izquierda. La cadena transparente lo limita. Con esfuerzo logra desprenderse del abrazo de la sábana. El ovillo inmóvil que alguna vez fue su mano cruza hacia el otro extremo de su cama y allí esta ella. Y es la piel de su mujer lo único que logra aliviarlo. Ella lo mira con sus ojos vítreos y pacientes, casi con desconfianza. Él la calma y con voz imperceptible le pide que no hable: la brigada está allí afuera y si los escuchan entrarán a llevársela. No se escuchan pasos en el corredor. Es una buena señal.  Quizás hoy les regalen toda la noche.

En la profundidad del silencio se oye la rítmica caída de un líquido. Eso los distrae. Él la tranquiliza: “es sólo una pérdida de agua en el baño”. Ella extiende el índice de su mano izquierda y le cubre la boca. Una lágrima helada fluye a través de uno de los surcos de su cara. Él impide, con el dorso de su mano, que el llanto caiga sobre la almohada. Sabe que debe ser cuidadoso: si comete un error ellos se la quitarán para siempre. Él le miente: “quizás mañana no aparezcan. Tal vez se tomen el día libre. Quizás podamos salir al jardín, nuestro jardín”. Sin embargo él sabe que ellos siguen allí, hibernando, agazapados a la espera de un nuevo ataque. Van a volver, como todos los días. No tienen piedad. La brigada tiene miembros sin alma dispuestos a utilizar su artillería pesada. No dudan en aplicarla. Son feroces. No tienen límite. Él sabe que hasta han  intentado enlistar a sus hijos. Pero, no. Sus hijos nunca serían parte. Es por eso que decidieron alejarse.
Hace años que él resiste. Aprendió del enemigo y había interpretado a un personaje sumiso a la perfección. Pero desde que ella había comenzado a visitarlo, ya no soportaba negarla.
Un sonido agudo los impacta. Él no logra reconocer los números que se agitan en aquel aparato sobre la mesa de luz. La ventana, el ropero y la cómoda se desvanecen. Sólo queda ella.  Ella y el renacer de aquel último abrazo que se dieron hace tanto tiempo. Él sonríe. Siente que su lucha contra la brigada de la realidad no ha sido en vano.