martes, 29 de mayo de 2012

Nada más


Nada más que nacer,

y robar un eterno segundo 

a ese tiempo que se queda sin tiempo.

Nada más que llorar,

para colmar el infinito vacío

en este espacio sin espacios.
 

Nada más que sonreír

y que el bostezo de tu alma

desenlace los nudos de las sombras.

Nada más que susurrar

y que tu voz sea el as absoluto

para jugar otra mano con la ausencia.


Nada más que caminar

para  distraer al eterno peregrino

y desvanecer sus huellas por un instante.

Nada más que soñar

para que la noche se inunde

y absorba la obstinación del mundo.



Nada más que crecer,

para que se rebelen los defectos

y se rindan las virtudes.

Nada más que olvidar

para que la desolación resuene

en una constelación insonora.



Nada más que contornos.

Nada más que formas

sin aristas,

sin límites

sin intersecciones.

Nada más que uno.

Nada más.

Nada.

viernes, 25 de mayo de 2012

La partida pendiente


I

 Usted me pregunta por qué había decidido ir a buscarlo. No tenía otra opción. Teníamos pendiente esa partida desde hacía veinticinco años. Usted no sabe lo que significó para mí esa espera. Cada día construyéndome una vida pero siempre faltándome una pieza para que fuera completa. Pero, por favor, antes de seguir haga su jugada. Es su turno.


II

 Nunca me faltó nada en la vida pero tampoco le debo nada a nadie. Mi padre se dedicaba a los negocios de su empresa y mi madre a planificar las reuniones de su Fundación de beneficencia.  De lunes a viernes una niñera me cuidaba mientras no estaba en el colegio. A medida que crecía aprendía a ser independiente y a valerme por mi propia cuenta. Fui lo suficientemente hábil para aprovechar la culpa latente de mis padres para obtener cada cosa que quise. Durante los fines de semana perfeccionaba los gritos y llantos que me permitieron conseguir desde una simple patineta hasta una de las primeras computadoras personales que se fabricaron en el país.
Siempre me destaqué en todo lo que hice. Desde chico superaba a mis compañeros en todas las áreas: matemáticas, lengua, historia. Cada materia me resultaba muy sencilla. Mientras los demás se encerraban en clases particulares para poder aprobar sus exámenes yo me dedicaba a estudiarlos a ellos, a analizar sus debilidades y mejorar mis técnicas para poder vencerlos en todos los terrenos. Nunca dejé nada librado al azar. Ni siquiera cuando practicaba deportes en la secundaria. También sobresalía en todas las actividades. No había nadie que pudiera conmigo. Pronto me quedé sin contrincantes a quien vencer pero cada llegada de un nuevo alumno al Instituto suponía una amenaza y me sentía en la obligación de demostrar que seguía siendo el mejor.
Era por esa razón que pocos compañeros se acercaban a mí y los que me buscaban sólo lo hacían por interés. Eso lo entendí desde temprano y traté de aprovecharlo a mi favor.  Ellos necesitaban a alguien que los guiara y yo los necesitaba para lograr mis objetivos: así logré ser presidente del Centro de Estudiantes.  Y esa fue la semilla política que haría germinar más tarde. Pero yo tenía claro que todos me envidiaban. Fue por eso que me cuidé de tener amigos. Sólo me permití una excepción: Fabricio.
A Fabricio lo conocí en cuarto año del secundario. Él se mantenía alejado del resto de los compañeros de clase. Venía de un colegio del estado. Su madre le había conseguido una beca con la ayuda del párroco del Instituto. Los dos vivían en una casita alquilada cerca de la estación de Sáenz Peña. El padre trabajaba perforando pozos de petróleo en  Comodoro Rivadavia y sólo regresaba a su casa para las fiestas de fin de año. 
A Fabricio no le gustaba el colegio. Tenía facilidad para captar lo que los profesores enseñaban pero no tenía interés en aprenderlo. Estudiaba lo necesario para  poder aprobar los exámenes y mantener su beca.
Tampoco su campo de acción era el deporte. Sufría con cada partido de fútbol que se organizaba durante las clases de gimnasia.  Quizás esa fragilidad fue lo que me acercó a él. No veía ningún peligro en su forma de ser. No había nada en que pudiera superarme. Yo pensaba que sumaría otro idiota a mi grupo de seguidores y que algún día me sería de suma utilidad.  Pero Fabricio resultó ser diferente a todos los demás.
Cuando decidí hablarle por primera vez me miró con desconfianza. Me respondía asintiendo o negando con su cabeza.  Sólo cuando le pregunté por esa caja de madera, que llevaba siempre debajo de su brazo derecho, se distendió y comenzó a contarme su historia. 
Fabricio amaba al ajedrez. Su abuelo le había enseñado a jugar cuando había cumplido siete años. A los diez le regaló un tablero y una caja con piezas de madera que él mismo había tallado en su taller de carpintería. Fue su último regalo ya que falleció al año siguiente.  Desde ese día, todas las tardes Fabricio me visitaba en mi casa y me mostraba, con suma paciencia, cada uno de los movimientos de las piezas del ajedrez. Yo aprendía y progresaba rápidamente. Pero por más que mejoraba Fabricio inevitablemente me apuñalaba sistemáticamente con su “jaque mate”.
Yo no podía entender cómo él había encontrado mi talón de Aquiles. Pero propuse superarme. No iba a darme por vencido tan fácil.  Después de tres meses sin progresos le pedí a mi padre estudiar ajedrez con un profesional y así conseguí participar de las clases de un ex campeón nacional en un club de Capital.  Después de dos años pude dominar el juego y participé de varios torneos en los que obtuve varias medallas. Pero a pesar de mi esfuerzo no logré vencer a Fabricio. Sin embargo nadie supo de mis derrotas. Él siempre guardó nuestro secreto.
Cuando terminamos quinto año sentí que era el momento ideal para alejarme de él. Con la excusa de mis estudios universitarios fui dejándolo atrás y esa derrota repetida fue diluyéndose en el tiempo. Así pude seguir mi vida.  Sin embargo continué jugando al ajedrez dentro y fuera de un tablero. Desde el momento en el que tomé esa decisión cada pieza permaneció en el lugar en el que yo quería que estuviera: me recibí de abogado, luego me convertí en diputado. Cada vez sumaba más peones a mi juego. A veces tenía que sacrificar a alguno pero eso era parte de la estrategia por lograr ser el que quería.  Pero llegó aquel día. Aquel día en que recibí esa invitación por los veinticinco años de egresados del Instituto “Sagrado Corazón”.
Hubiera querido evitar asistir a la reunión para no encontrarme con tantos fracasados juntos, pero yo era el ex alumno pródigo y tendía que estar presente. De hecho el director del Instituto me había pedido expresamente que preparara un discurso en nombre de mi división.
Sólo la mitad de mis ex compañeros estaban en la fiesta. Con esfuerzo pude acordarme de algunos de ellos por esa estupidez incipiente que no había cambiado con los años.
A Fabricio apenas pude reconocerlo. Estaba muy delgado y se apoyaba en el hombro de una mujer. Supuse que sería su esposa. Me acerqué. Me extendió su  mano e intentó estrechar la mía. Sonreía. Pensé en lo sarcástico que estaba siendo conmigo. Seguramente se estaba acordando de nuestro secreto. No podía siquiera mirarlo a los ojos. No podía entender cómo ese tipo tan frágil fuera el único que me había podido superar en algo.   Comenzamos a hablar de nuestras vidas opuestas. Él lo hacía con dificultad. Recordamos esas tardes en casa tomando café con leche y compartiendo nuestras partidas interminables de ajedrez. Le propuse volver a jugar. Él me dijo que había dejado de hacerlo desde que habíamos terminado la secundaria. Me dije si sería aquella la oportunidad que me esperaba para poder revertir el pasado. Aquella iba a ser mi revancha personal. Insistí y entonces me invitó a visitarlo el sábado siguiente: jugaríamos una nueva partida, conmemorando los viejos tiempos.
Esa semana practiqué, cómo lo hacía cada noche en aquellos últimos años, en el nivel más alto de mi software de ajedrez, venciéndolo sin dificultad. No había dudas que aquella vez el triunfo no se me iba a escapar de las manos.
Ese sábado me desperté ansioso por disfrutar mi inevitable victoria. Me duché y me vestí informalmente. Fabricio vivía en Lugano. Tendría que “bajar” a ese barrio de mediocres pero bien valía la pena. Le pedí a mi chofer que me acercara a una cuadra de distancia. Luego seguiría a pie. Bajé del auto y me crucé con un carro de cartoneros tirado por un caballo que eludía adoquines y los pozos.  Sólo cien metros y la victoria final sería mía, pensaba. Como debió haberlo sido siempre.
Al final de la vereda apareció ante mí una construcción precaria de cinco pisos como una torre inclinada a punto de caer.  Pude ver un número pintado en la pared. Coincidía con la dirección que me había dado Fabricio. Varias personas rodeaban la puerta de entrada. Me abrí paso entre la muchedumbre y pude ver en el pasillo a la mujer de Fabricio.  Lloraba. Me abrazó y me pidió que la esperara. Un minuto después avanzaba por el pasillo de baldosas blancas y negras, abriéndose paso entre la gente como una dama implacable.

 - Antes de irse me pidió que te los diera – me dijo mientras me entregaba el tablero y la  caja de madera.


III

Usted me pregunta porque había decidido ir a buscarlo. Era inevitable: había esperado esa partida pendiente durante veinticinco años. Desde aquel día tengo todas las piezas y el tablero pero ya no quedan más movidas por jugar.