domingo, 22 de enero de 2012

Aléjate


Aléjate.
Llévate el fuego,
riégalo en los cerros
y entre las cenizas  
esparce mi voz.
Deja que el viento
diluya en el eco
los gritos,
los susurros,
el silencio.

Aléjate.
No te detengas,
siembra tus llagas
en el camino.
Corre,
y en tu carrera
siega los trigales
con tu hastío.

Aléjate.
Deshazte de tu boca,
de tu piel,
de tus ojos.
Arrastra tus raíces,
húndelas,
y sacíalas
en la humedad
del desierto.

Aléjate.
Recuéstate en el horizonte,
piérdeme en un sueño.
Y cuando despiertes
ya no seré voz,
ya no seré eco,
ya no seré grito
ya no seré susurro,
ya no seré silencio.
Y serás libre,
vivirás libre,
y siendo libre,
simplemente,
sin darte cuenta,
te ahogarás en mí.

jueves, 12 de enero de 2012

El heredero

I

Era nuestro ritual en las vacaciones de verano. Atravesábamos la plaza, escalábamos los peldaños del puente de la estación y desde allí asistíamos a la prédica diaria del “viejo” Ordóñez.  En realidad no conocíamos su nombre pero decidimos bautizarlo Ordóñez en honor a aquel hinchapelotas de quinto que nos molestaba en el recreo. Una sutil forma de venganza.  
Desde las alturas el “viejo” parecía una mancha negra en los baldosones del andén. El sudor, la grasa y la tierra habían fundido su piel con los colgajos de un traje de los años cincuenta.  Aparecía todas las tardes, arrastrando sus zapatones raídos. Esperaba el tren de las cinco y media de la tarde.  A su paso la multitud le abría un sendero rememorándonos el paso de Moisés por el mar Rojo. Lo admirábamos. Quien sino él podría detenerse frente a la multitud y sin inmutarse relatar un gol de Passarella o recitar un discurso de Perón sin distorsionar ni una sola palabra. Nos dedicábamos a analizar las reacciones que su prédica generaba en la gente. Algunos se asombraban, otros reían, otros no ocultaban su disgusto. A ninguno le resultaba indiferente. A pesar de mantenerse a distancia, Ordóñez los había tocado. Al llegar a sus hogares seguramente reproducirían todo lo que el “viejo” les había contado. De esa manera su palabra se había esparcido por todo el barrio.
Un día de febrero del ’77 decidí ir sólo a la estación. El destino así lo quiso. Pablo y Marcelo, mis amigos, se habían ido de vacaciones a la costa y el aburrimiento en casa no era una opción para mí.  Aquella vez todo fue diferente: me acerqué a él. Yo siempre había creído que el “viejo” no nos conocía.  Me había equivocado.  Aquella vez, al saber que yo estaba ahí, Ordóñez suspendió su función. Permaneció en silencio. Apoyó su espalda encorvada en el cartel con los horarios del San Martín y me miró con sus punzantes ojos grises. Me había reconocido. Los dos nos quedamos inmóviles, como estudiándonos. Ni una sola palabra. Pudieron haber sido segundos, minutos, horas. No lo recuerdo. De repente el viejo se irguió y caminó hacia mí.  Esa figura desgarbada y pequeña se había convertido en un coloso de un metro ochenta. Retrocedí dos pasos, instintivamente, pero había algo en él que me atraía. ¿Qué daño podría hacerme? Me detuve. Siguió avanzando, se agachó y entonces logré escuchar una voz inesperada, un oscuro susurro:

-    Pibe: la miseria y la soledad son dos buitres que nunca van a dejar de alimentarse de vos. Acordate de lo que te digo: ¡viví mientras puedas!


Luego se dio media vuelta, sumergiéndome en un oscuro silencio. Esa tarde, por primera y última vez, subió al tren que iba a Pilar sin volver a mirarme. Ya no regresó.
El verano fue poco a poco perdiendo su encanto. El andén se convirtió en un lugar repleto de gente pero vacío. Mis amigos cambiaron la estación por el fútbol. Sin embargo yo lo seguía esperando cada tarde.
El tiempo fue desgastando las tablas de madera del puente. El techo de la estación fue ennegreciéndose. Así el tiempo fue arreándome, desprendiéndome de la infancia.


II

Las doce de la noche. La estación ya se liberó de sus vendedores, de sus laburantes y de sus pungas. Hasta los perros ya se han ido.  Los cartones y plásticos se mezclan con los rezagos nauseabundos del día y se apelmazan en los cestos de plástico. Mis manos cavan en la basura para encontrar algo que comer. Algo que me aleje aunque sea un momento de la oscuridad y el silencio.  El viento barre la mugre y los restos del día del andén. 

No quisiera quedarme aquí pero sólo aquí puedo estar.  ¿Cómo hacer para seguir con la vida habiéndolo perdido todo? Decime Ordóñez, ¿cómo hago?

martes, 3 de enero de 2012

Unión de pareja


 
Déjeme que le explique. Existen dos tipos de empresas prósperas en nuestro país: una tradicional: las compañías funerarias y la otra menos convencional: la que se encarga de resolver conflictos de pareja.  La ventaja competitiva se debe a que la demanda no depende de las fluctuaciones del mercado. Es más, cuanto mayores son las debacles financieras mayores son los ingresos.  Muchos consultores fomentan la sinergia entre los dos negocios. En definitiva, cada uno termina siendo proveedor de insumos del otro.
Dejando de lado las introducciones, le confieso que el color negro no me queda bien y como soy alérgico a los embutidos, abandoné la opción de los cortejos fúnebres y decidí dedicarme al segundo tipo de emprendimientos.  Y aquí me tiene ahora, amigo, en el vuelo Transpolar rumbo a Sidney. ¿Quiere que le diga el motivo?  Bueno, el viaje es largo así que dedíqueme unos minutos y le resumo la historia.
El 14 de diciembre de 1998 me recibí de licenciado en Ciencias Económicas en la Universidad de Buenos Aires. En ese momento intenté buscar trabajo de economista pero las empresas privadas no se interesaban por los jóvenes de cuarenta y cinco años recién recibidos. Por otra parte la gestión pública tampoco me aceptó: no se admitían licenciados sin fracasos previos en el haber.  
En aquel tiempo los números sólo me permitían ganar dinero como peón de taxi.  Laura, mi mujer, era mi único sostén. ¡Qué hubiera sido de mí sin la flaca!  Vivíamos tiempos difíciles pero ella siempre me esperaba a la nochecita con una sonrisa y me cebaba unos mates tan sublimes que me arrancaban la depresión sin necesidad de un Valium.
A pesar de que Laura trabajaba doble turno como maestra, la plata no alcanzaba. Era el 2001: plena crisis. ¿Se acuerda?  Entonces dije basta. Basta con consultarle a Julio, mi hermano mayor, que era lo que debía hacer. Y no me equivoqué. A través de la providencia (Julito me recomendó su vidente profesional de cabecera) descubrí mi verdadera profesión: la parapsicología.   El título de grado me daba el derecho a ejercerla (cuantos ministros de economía ya la habían aplicado con éxito) y las doce horas arriba del “tacho”, escuchando y aconsejando a la clientela, me daban el máster en asuntos de pareja.
Laura no estuvo de acuerdo con mi decisión. Los cambios revelan facetas ocultas de la personalidad de la gente. Y en Laura esta situación no era la excepción. Pero me mantuve firme. Si hay algo que me caracteriza es la perseverancia.  Claro que desde ese día los mates dejaron de ser sublimes y me los tuve que cebar yo.
Para iniciar el negocio el primer paso fue conseguirme un buen nombre. Apelé a mis recuerdos de secundario y en un homenaje al “turro” que me desaprobó en Contabilidad de primer año elegí el de Ordóñez. Después de tanto sufrir, por primera vez, iba a darme una satisfacción. El profesor Ordóñez  te devuelve a tu ser querido en un mes.  Seriedad y garantía. Brillante, ¿no le parece?
El cuartito que alguna vez soñamos para el hijo que siempre deseamos y que nunca llegó se transformó en mi lugar de atención. Llevé a la iglesia del barrio la caja con las batitas que la flaca había tejido en vano esperando la llegada de nuestro “Manuelito”. Diez años acumulando mugre y silencio.  Cerré la puerta que unía el cuarto con el living de la casa con llave.   Laura lloraba. Yo no podía entender porque mi nuevo emprendimiento la afectaba tanto. Estaba seguro que con el tiempo se le pasaría. Sólo era cuestión de horas para que se le pase el berrinche, como siempre había sido, así que seguí con las tareas de mejora.  Habilité la puerta que daba directamente hacia el pasillo interno para independizar el lugar de trabajo de la casa. Con un tabique de madera, una mesa redonda y tres sillas armé una sala de espera y un altar para atender a los “necesitados”.  Laura espiaba pero se mantenía callada.
Al día de publicar el primer clasificado, recibí diez llamados y concreté entrevistas con cinco personas. Cada una dispuesta, por amor, a darlo todo. Y yo estaba ahí para recibirlo.  Lo más importante era escucharlos y ofrecerles un poco de esperanza en el momento adecuado.  Las consultas no duraban más de media hora y tenían un costo accesible. Antes de terminar les entregaba a los necesitados la lista de materiales que necesitaría para realizar el “trabajo”. Los elementos no se repetían: un cabello del hombre o mujer deseados, una pluma de gorrión, aceite de oliva, miel (para endulzar la unión y para la merienda de la tarde), un pote de vidrio de yogur Yolanka (la nostalgia me sugería opciones mientras yo improvisaba) y por último el ingrediente fundamental.  El ingrediente imposible de conseguir que variaba según la cara del paciente.  De no obtenerlo, los resultados no podrían garantizarse. Un plan redondito. ¿No cree?
El negocio prosperó. Algunas veces durante la búsqueda de los ingredientes los clientes desaparecían en el Mato Grosso o en las fauces de una orca en Puerto Madryn.  En la mayoría de los casos las mujeres infieles volvían a su hogar por lástima o, mejor dicho, cuando el fulano con el que se habían marchado se hartaba de ellas.  
 A pesar de que la buena suerte estaba llegando, la flaca estaba cada día más cerrada en sí misma.  Por las noches entraba en el cuartito, observaba cada una de las paredes y sollozaba. Las cosas habían mejorado y Laura no aflojaba.
Seis meses después la demanda me había excedido. Tuve que dejar el taxi. Alquilé un local en Mataderos para atender durante la noche y otro en Vicente López para cubrir los sábados y domingos. El amor no se toma los fines de semana libres. Hasta pensaba en abrir sucursales con tacheros amigos. Pero una mañana de septiembre la flaca se fue. Y no volvió. Ya no pude volver a trabajar. Me tomé licencia por aquella imprevista enfermedad ocupacional.  ¿Usted me pregunta qué hice? Tomé la solución más lógica: consultar con un colega del ramo.
Mire: ya tengo la yerba, el azúcar de caña y la remera de egresado de quinto que la flaca se olvidó en casa.  Y aquí me tiene, compañero, viajando a Sidney.  Bien vale la pena invertir en el pasaje: en Australia será más fácil conseguir el pelo de ornitorrinco. Y Laura va a volver. Se lo garantizo.