jueves, 12 de enero de 2012

El heredero

I

Era nuestro ritual en las vacaciones de verano. Atravesábamos la plaza, escalábamos los peldaños del puente de la estación y desde allí asistíamos a la prédica diaria del “viejo” Ordóñez.  En realidad no conocíamos su nombre pero decidimos bautizarlo Ordóñez en honor a aquel hinchapelotas de quinto que nos molestaba en el recreo. Una sutil forma de venganza.  
Desde las alturas el “viejo” parecía una mancha negra en los baldosones del andén. El sudor, la grasa y la tierra habían fundido su piel con los colgajos de un traje de los años cincuenta.  Aparecía todas las tardes, arrastrando sus zapatones raídos. Esperaba el tren de las cinco y media de la tarde.  A su paso la multitud le abría un sendero rememorándonos el paso de Moisés por el mar Rojo. Lo admirábamos. Quien sino él podría detenerse frente a la multitud y sin inmutarse relatar un gol de Passarella o recitar un discurso de Perón sin distorsionar ni una sola palabra. Nos dedicábamos a analizar las reacciones que su prédica generaba en la gente. Algunos se asombraban, otros reían, otros no ocultaban su disgusto. A ninguno le resultaba indiferente. A pesar de mantenerse a distancia, Ordóñez los había tocado. Al llegar a sus hogares seguramente reproducirían todo lo que el “viejo” les había contado. De esa manera su palabra se había esparcido por todo el barrio.
Un día de febrero del ’77 decidí ir sólo a la estación. El destino así lo quiso. Pablo y Marcelo, mis amigos, se habían ido de vacaciones a la costa y el aburrimiento en casa no era una opción para mí.  Aquella vez todo fue diferente: me acerqué a él. Yo siempre había creído que el “viejo” no nos conocía.  Me había equivocado.  Aquella vez, al saber que yo estaba ahí, Ordóñez suspendió su función. Permaneció en silencio. Apoyó su espalda encorvada en el cartel con los horarios del San Martín y me miró con sus punzantes ojos grises. Me había reconocido. Los dos nos quedamos inmóviles, como estudiándonos. Ni una sola palabra. Pudieron haber sido segundos, minutos, horas. No lo recuerdo. De repente el viejo se irguió y caminó hacia mí.  Esa figura desgarbada y pequeña se había convertido en un coloso de un metro ochenta. Retrocedí dos pasos, instintivamente, pero había algo en él que me atraía. ¿Qué daño podría hacerme? Me detuve. Siguió avanzando, se agachó y entonces logré escuchar una voz inesperada, un oscuro susurro:

-    Pibe: la miseria y la soledad son dos buitres que nunca van a dejar de alimentarse de vos. Acordate de lo que te digo: ¡viví mientras puedas!


Luego se dio media vuelta, sumergiéndome en un oscuro silencio. Esa tarde, por primera y última vez, subió al tren que iba a Pilar sin volver a mirarme. Ya no regresó.
El verano fue poco a poco perdiendo su encanto. El andén se convirtió en un lugar repleto de gente pero vacío. Mis amigos cambiaron la estación por el fútbol. Sin embargo yo lo seguía esperando cada tarde.
El tiempo fue desgastando las tablas de madera del puente. El techo de la estación fue ennegreciéndose. Así el tiempo fue arreándome, desprendiéndome de la infancia.


II

Las doce de la noche. La estación ya se liberó de sus vendedores, de sus laburantes y de sus pungas. Hasta los perros ya se han ido.  Los cartones y plásticos se mezclan con los rezagos nauseabundos del día y se apelmazan en los cestos de plástico. Mis manos cavan en la basura para encontrar algo que comer. Algo que me aleje aunque sea un momento de la oscuridad y el silencio.  El viento barre la mugre y los restos del día del andén. 

No quisiera quedarme aquí pero sólo aquí puedo estar.  ¿Cómo hacer para seguir con la vida habiéndolo perdido todo? Decime Ordóñez, ¿cómo hago?

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